miércoles, 10 de agosto de 2016

Todos inquilinos

Por Fernando Savater

Fuente: El País 
Fecha: 10/8/2016



· Si son los habitantes de cada territorio quienes deciden, todos son independientes de hecho. La ciudadanía se sustituye por el inquilinato; allá donde vives, decides. Europa tendrá franceses, italianos, alemanes y los realquilados de la PostEspaña

Las personas que han sufrido de verdad suelen desarrollar un carácter intensamente agrio o más dulce y amable: parece que Pili Zabala se encuadra por suerte en la segunda opción. El otro día fue entrevistada por la SER y varios medios de prensa se hicieron eco de sus declaraciones: casi todos lamentaban que no hubiese dejado claro si apoyaba o no al independentismo en Euskadi. En efecto, la candidata de Podemos dijo que su opinión personal no era relevante en ese asunto y que creía que el País Vasco tenía otros prioridades políticas. Pero también aseguró sin perder el buen tono que “en cada territorio decide la ciudadanía de ese territorio, y en Cataluña tienen que decidir los catalanes, mientras que en Euskadi decidirá la ciudadanía vasca”. Después abogó por un nuevo modelo territorial para el país “en el que las personas se sientan cómodas e identificadas con el mayor consenso posible”.

No hay nada de raro en estas afirmaciones, estamos acostumbrados, pero resulta extraño que ningún periodista señale que si es la ciudadanía de cada territorio (sea cual fuere) la que decide allí, es evidente que todos los territorios son de hecho independientes. El derecho a salir de casa lo tiene uno cuando aún está en casa no sólo cuando efectivamente ya pisa la calle. De modo que lo que habrá que modificar no es el modelo territorial, que nada tiene que ver con el asunto, sino el concepto mismo de ciudadanía, que ya no corresponde a la pertenencia cívica a un Estado sino a un territorio, sea el que sea y como sea.

En efecto, los criterios para establecer esos territorios son de lo más variados y no muy concretos. Se establecen de acuerdo a interpretaciones legendarias de la historia (lo que pudo ser y no fue), rasgos consuetudinarios, lengua regional junto a la común, demarcaciones administrativas tan consagradas que parecen naturales, presencia de grupos nacionalistas que definen su identidad separada del resto, agravios reales o supuestos en relación con la Hacienda estatal, etc… En resumen, aspectos de la diversidad social que alberga cualquier Estado presentados como incompatibles con la homogeneidad institucional de éste. Ninguno de estos criterios tiene por qué ir más allá de lo cultural ni implica una legitimación política independentista salvo para quienes deciden usarlos con tal fin: la propia Pili Zabala dijo en su entrevista que para ella “Euskal Herria es aquellos lugares en que se habla euskera” además de la lengua común, lo cual no implica por sí mismo ninguna ideología separatista. Pero al reconocer a los “ciudadanos” de cada territorio su derecho a decidir (sobre su pertenencia o no al conjunto del Estado) pasamos de la cultura a la política y convertimos lo que era una unidad institucional y legal en una gavilla de independencias yuxtapuestas, unas adormecidas salvo a la hora de reclamar privilegios o denunciar los ajenos, otras activas en su proyecto de segregación.

· ¿Cómo van a conceder la ciudadanía los territorios? ¿Por genealogía local, por residencia…?

La aparentemente generosa concesión de reconocer el derecho a decidir o autodeterminación de cada territorio, más allá de la confusión al establecer cuáles y cuántos son, lleva en realidad a mutilar los derechos cívicos de todos los hasta ahora considerados españoles. Porque la ciudadanía estatal (la única reconocida hoy) concede precisamente el derecho a decidir a partir de la ley común sobre el conjunto de territorios o entidades culturales que forman el Estado. Pero si son los habitantes de cada territorio los llamados a decidir por separado, ésto limita drásticamente la capacidad decisoria de cada uno: el único derecho nuevo que adquieren es el de negar a los demás la posibilidad de intervenir en la gestión común, necesariamente fragmentada y por tanto disminuida.

Por lo demás, no sé cómo los territorios van a conceder ciudadanía: ¿se necesita genealogía local, sean ocho los apellidos o dos?; ¿hay que nacer y vivir en ellos?; ¿se puede nacer en uno y luego vivir en otro o en otros, cambiando según toque de ciudadanía? Como preguntaría el confesor: ¿cuántas veces? Un caso práctico que me deja perplejo: una persona nacida en Gerona de familia gerundense, que habla catalán (y castellano también, claro, como todo el mundo), pero que vive en Sevilla porque trabaja y se ha casado allí… ¿a qué territorio pertenece? Antes habríamos dicho que a España, pero ahora vaya usted a saber. ¿Será de donde quiera ser? Según Pili Zabala, “los navarros deben decidir si quieren ser o no vascos”. O sea que ser navarros es una fase como de transición, si les da por ser vascos. ¿O los vascos también pueden dejar de ser vascos para convertirse en navarros? ¿Eso les pasa sólo a los vascos y navarros o también a los aragoneses y riojanos, a los extremeños y salmantinos, etc…? Ya puestos, ¿por qué el gerundense de mi caso práctico no puede ser a la vez catalán y andaluz? Pero entonces lo de los territorios… En fin, que la cosa no está muy clara.


· Lo que habrá que cambiar no es el modelo autonómico, sino el concepto de ciudadanía

Para resolver el asunto, podríamos decir que no se trata propiamente de ciudadanos, sino de inquilinos. Uno es inquilino de un territorio y decide sobre él, pero cuando se muda a otro, se convierte en inquilino del nuevo y cambia su ámbito decisorio. Habrá así inquilinos de renta antigua (o históricos), realquilados, subarrendados… En cada lugar, mediante el oportuno referéndum, los inquilinos podrán cambiar los límites de su territorio, fusionarse, independizarse… La cosa tiene dificultades prácticas pero la diversión general parece garantizada. Otro cambio para la UE: en ella habrá franceses, alemanes, portugueses, italianos… y los inquilinos variopintos de la pos-España. Ya casi puedo sentir la perplejidad de Bruselas. Esta macedonia de identidades (porque los inquilinos tendrán su identidad local y la que les quede de sus alojamientos anteriores) a mí me resulta difícil de digerir, pero es probablemente porque soy un caso raro. A los nacionalistas propiamente dichos les debe parecer bien y también a los millones de votantes de Podemos, a quienes a lo mejor no les gusta la independencia (como dice Pablo Iglesias), pero tienen que reconocer que éso no depende sólo de ellos, sino de los inquilinos correspondientes. Y me temo que algunos socialistas de comunidades fuertemente “nacionalizadas” están también próximos a esta actitud.

En cuanto a los demás, a quienes prefieren la ciudadanía española a los inquilinatos locales y tratan de mantener las instituciones legales, económicas, sociales, etc… para todos, y no troceadas como porciones de pizza según convenga al caciquismo revoltoso de cada territorio inventado o por inventar, a ésos no se les oye demasiado quejarse y si se quejan se les escucha aún menos. Representan la rigidez anticuada, la caspa política, la falta de diálogo y la herencia del fascismo, la desfachatez que se preocupa exageradamente por lo que en realidad no representa problema alguno. Creen ser españoles, pobres cuitados: ¿puede imaginarse algo más arbitrario o peor?

Fernando Fernánderz-Savater Martín (San Sebastián, 1947)
Filósofo e intelectual español.

lunes, 1 de agosto de 2016

Efebocracia y experiencia

Por   Juan Van-Halen

Fuente: ABC
Fecha: 1/8/2016

· El servicio a los demás desde la labor política es un menester honroso que por el desvío y la desvergüenza de corruptos, personas con nombres y apellidos, y no del conjunto ni de la mayoría de los políticos, está bajo mínimos en la consideración social, y la política debe reaccionar para que cambie esta opinión desgraciadamente generalizada.


En España parece abrirse paso la idea de que la juventud es un valor en sí misma y supone singulares aptitudes para resolver los problemas. Se prefiere el experimento a la experiencia y se diría que avanzamos hacia una cierta efebocracia. Se da por cierto que el neologismo lo acuñó Ortega en 1927, mientras que pensadores como Mannheim y sobre todo Mentré añadieron el concepto de generación a los de clase, grupo político, adscripción religiosa o carácter étnico. La actividad política de los jóvenes se observó con atención comúnmente por su equipaje de solidez intelectual, no por la mera cronología. Personajes que habrían de protagonizar páginas relevantes brillaron con luz propia ya en su primera juventud.

Con los años, y últimamente más, vivimos el latido de una rampante forma de efebocracia con cierta inquietante particularidad respecto al pasado, ya que a estos jóvenes que cabalgan a paso de carga por la política no se les exigen biografías luminosas, altura intelectual o servicios a la sociedad, sino que se aprecia sobre todo su edad, aderezada en apariencias externas con cierto aire de desfile de modelos. Se valoran en ellos el físico, la telegenia y la labia como supuestas garantías de eficacia en la dirección de los asuntos públicos, pero esas serían cualidades apreciables en un casting de vendedores. En este paisaje aparecieron tres líderes y candidatos a presidente del Gobierno: Sánchez, 44 años; Iglesias, 37, y Rivera, 36.

Adolfo Suárez presidió el Gobierno a los 44 años desde una dilatada experiencia de gestión, como la tenían Leopoldo Calvo-Sotelo con 55 años, José María Aznar con 43 y Mariano Rajoy con 56 cuando llegaron a La Moncloa. Felipe González fue presidente con 40 años sin experiencia alguna de gestión; la excepción que confirma la regla. Supongo que muchos cachorros de partido aspiran a ser excepciones. Los partidos guardan un cupo en sus listas electorales y en su asignación de cargos públicos para miembros de sus organizaciones juveniles, lo que es razonable. No lo es tanto que en ciertas formaciones políticas se vislumbren cada vez más recelos o pugnas entre generaciones; una lógica de las prisas.

La tendencia efebocrática ha encontrado su más reciente puntal en ese populismo encubridor de un leninismo resucitado. Detrás de cada fervoroso miembro de la «nueva política», de sus críticas a los políticos que consideran convencionales, late el regusto de convertirse en uno de ellos. El paso de la caspa a la casta es una aspiración que puede disfrazarse hasta que su evidencia primero chirría y luego grita. El alboroto callejero del que no pocos de estos jóvenes proceden, por mucho ruido que haga, no representa la opinión de las mayorías ni sustituye a las urnas. Es conocida la apreciación de Jardiel ante las manifestaciones universitarias de los años treinta: «Los estudiantes salen a la calle a derribar gobiernos y a lo más que llegan es a derribar tranvías».

Hace tiempo que reitero la conveniencia de que quien acceda a responsabilidades públicas lo haga desde una experiencia profesional constatada, por corta que sea. Debería llegarse con las correspondientes cotizaciones previas a la Seguridad Social en cualquier trabajo ajeno a la política y un mínimo de reconocimiento social. Cuando se acepta una labor pública que paga el contribuyente habría que ofrecer cierta garantía anterior. Si se hubiese seguido ese prudente principio me temo que ciertos componentes de la mal llamada clase política no pertenecerían a ella.

La veteranía no se apoya en hipótesis de aptitudes no probadas, sino en trayectorias contrastadas. Por esos mundos han cundido y cunden los ejemplos de activa madurez en política. Eisenhower, Churchill y De Gaulle, como Adenauer, De Gasperi, Robert Schuman, Jean Monnet y Paul Henri Spaak, los padres de una Europa hacia su unidad, sirvieron altas responsabilidades con avanzada edad. Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca con 70 años y la dejó con 78. François Mitterrand abandonó el Elíseo con 79. Theresa May ocupó el 10 de Downing Street con 59 años. Jeremy Corbyn, el contestado líder laborista, tiene 67, y Angela Merkel 62, como François Hollande. Hillary Clinton cuenta 69 años, y Donald Trump, 70. Un caso extremo de ancianidad activa en política fue Giorgio Napolitano, reelegido presidente de la República Italiana a los 88 años. En España casos como casi todos los citados habrían chocado con la moda y el canon. Habrían estado anatemizados. Nuestros populistas, tratando de encajar su inesperada realidad electoral del 26 de junio, llegaron a la conclusión de que la culpa era de los votantes incultos o viejos que según ellos apoyaron a Rajoy. Las redes sociales recogieron muestras de su ardor: «La esperanza de la izquierda española es que mueran todos los viejos de mierda que todavía votan». (26 junio 2016). «A mi parecer hasta que no mueran varias generaciones no será posible que PP o PSOE dejen de estar en cabeza» (27 junio 2016). «Cuando se mueran todos los viejos entonces hablaremos de cambio» (26 junio 2016). No piensan que cuando se mueran todos los viejos ellos mismos lo serán, a no ser que deseen un exterminio a fecha fija. En el otro lado del paisaje político, el de los zigzagueantes y contradictorios, Albert Rivera había proclamado el 12 de mayo de 2015 que los mayores de 35 años (curiosamente su edad) no estaban avalados para ejercer la política, ya que a su juicio «el futuro de España sólo puede ser asumido por quienes ya nacieron bajo la democracia». La inmadurez le llevó a desterrar de las decisiones sociales a un muy amplio sector de españoles.

Las mieles de esta tendencia a la efebocracia, su sobredimensión, se superarán. Obviamente, su crítica no supone una apuesta por la gerontocracia; sería caer en otro error. Hemos de creer en la democracia sin preferencias de calendario vital. La política debe llamar a los mejores, a los que hayan servido a la sociedad y quieran seguir sirviéndola con honestidad y celo. Escribo desde la veteranía de quien llegó a las tareas públicas con un amplio camino profesional recorrido desde el respeto a aquellos, tantos, de cuya experiencia aprendí. El servicio a los demás desde la labor política es un menester honroso que por el desvío y la desvergüenza de corruptos, personas con nombres y apellidos y no del conjunto ni de la mayoría de los políticos, está bajo mínimos en la consideración social, y la política debe reaccionar para que cambie esta opinión desgraciadamente generalizada.

La respuesta de los partidos debe abrir caminos y habrá de incluir, junto a la lealtad a principios y valores y el servicio al interés general, la profundización democrática interna, de modo que no prevalezcan los personalismos y se limiten la obediencia debida o la reverencia ciega. Es una aspiración no fácil de conseguir, pero no es una utopía. Y sin atención a la fecha de nacimiento más allá de lo razonable.


Juan Van-HalenAcedo (Madrid, 1944)
Escritor, historiador, periodista y político español