miércoles, 18 de marzo de 2015

Por Félix de Azúa

Fuente: Blog de Félix de Azúa


18/3/2015


Hay confluencias realmente planetarias. Cuando algunas ciudades y sus habitantes entran en fisión y alcanzan el estatuto de obra de arte, no hay nada que se les pueda comparar. Y no siempre son momentos de gran energía y creatividad, pueden serlo también de decadencia y ruina, pero llevada con extrema elegancia. Es el caso de la Venecia de Casanova, una ciudad que se suicidó bailando en un Carnaval perpetuo del que aún no ha podido escapar. O bien la Sevilla deMiguel de Mañara, gran urbe mundial, hormiguero de criminales, santos, estafadores, aventureros, rameras, artistas y toda suerte de desesperados agitándose como gusanos entre la miseria y la opulencia de una ciudad chiflada.

O puede también ser un manicomio ocupado por todo el talento que daba de sí la humanidad en un puñado de años previos a la Guerra Mundial, como la Viena de Karl Kraus, aquel ensayo para el fin del mundo que, en efecto, vivió un apocalipsis en el que se agitaban como llamas en la hoguera las almas de Klimt, Hoffmannstahl, Otto Wagner, Alban Berg, Musil, Loos, Freud, Wittgenstein, Richard Strauss, en una bacanal de lucidez y de horror.

En muy pocos años la vieja urbe medieval, arruinada por la revolución y las guerras, ratonera de un millón de mendigos, la pestilente capital de Francia daría un salto inverosímil y se pondría en la vanguardia mundial. Su población, enloquecida por la especulación inmobiliaria, las fantasías financieras, el auge económico inaudito y un gobierno de opereta, se lanzó a un desenfrenado can-can. Cientos de teatros, burdeles, cafés, salones, restaurantes, mezclaron el lujo más inaudito con la pura indigencia. Reinaban las prostitutas, se prostituían las reinas, la ciudad entera era un agotador galop dirigido por la batuta de Offenbach.Sin embargo, el modelo de la ciudad que explota de pura energía y se convierte en la utopía viviente que todas las demás ciudades querrán imitar es el París de Napoleón el pequeño, medio sobrino de Napoleón el grande, personaje de escasa estatura, origen oscuro y aspecto pedestre por el que nadie apostaría un centavo, pero que supo mantener una dictadura imprescindible para construir la que sería la capital del siglo XIX, según el célebre juicio de Walter Benjamin.

Por esos mismos años las mercancías ascendieron de los pasajes subterráneos a las vitrinas de los comercios del boulevard, de ahí a los inmensos almacenes de hierro y cristal, para acabar consagradas en las colosales exposiciones universales donde las turbinas, las locomotoras, las esculturas y la pintura se hermanaron para siempre.

Esta epopeya fue narrada con efectividad y brío por Siegfried Kracauer, el amigo de Benjamin, en un texto célebre e inencontrable,Jacques Offenbach y el París de su tiempo. Una editorial, Capitán Swing, que rescata textos de los años treinta del siglo pasado, acaba de publicarlo con un bello prólogo de Vicente Jarque. Han pasado casi cien años desde que se editó, pero la sociedad que describe, delirante, fantasmagórica, entregada a su propia destrucción, no es muy distinta de la nuestra. La diferencia es que los parisinos se hundieron en el vicio y cayeron en la ruina y la guerra con gran estilo.


Félix de Azúa

domingo, 8 de marzo de 2015

No quiero ser "dhimmí"

Por Serafín Fanjul 

Fuente: ABC 



Fecha: 3/2/2006

Nota (Fuente: wikipedia): Dhimmi (en árabe ذمّي ) es el nombre con el que se conoció en la historia del mundo islámico a los judíos y cristianos que vivían en Estados islámicos, y cuya presencia era tolerada, tal y como establece la sharia (ley musulmana), a cambio del pago de ciertos impuestos y de la aceptación de una posición social inferior.


En una de sus últimas intervenciones públicas, un homenaje que le dedicó la UAM, don Emilio García Gómez remató sus palabras con una sentencia fácil de comprender para cualquier arabista con alguna capacidad autocrítica, aunque tal vez incomprensible para los multiculturalistas en ciernes que ya por entonces mosconeaban alrededor de las mieles del poder (de aquella, aún vivaqueaba González en La Moncloa y la irrupción masiva de inmigrantes musulmanes estaba en veremos). «Si tuviera que elegir entre Oriente y Occidente, mi elección es clara: Occidente», rubricó una persona que había consagrado su larguísima vida profesional al estudio, difusión y revalorización, en suma, de la gran cultura árabe medieval, algo que los árabes suelen apreciar y agradecer entre poco y nada, como el mismo don Emilio hubo de reconocer en otros momentos. Supongo que con mucho pesar. No son descartables encendidos argumentos y exaltados parrafeos entre las gentes del gremio en sentido contrario, pero los hechos, testarudos y en exceso evidentes, desmienten la cháchara: quienes tales soflamas sueltan, tras unos años de formación (cuando se da tal circunstancia, que tampoco es siempre), toman las de Villadiego, o sea la precaución de estudiar las cosas de allí pero viviendo aquí. También ellos votan con los pies. ¿Por qué será? Todos, o casi todos, han seguido -hemos seguido- esa derrota, y no es que las cuitas o venturas de los arabistas tengan ninguna trascendencia en nuestra sociedad, que no la tienen, pero el modelo vale también para los árabes que explotan de modo plañidero o agresivo, pero implacable, el victimismo, entre europeos y norteamericanos con más complejo de culpa que información.

A nuestro juicio, la explicación económica en la elección no basta, aunque podamos convenir que la lejanía geográfica, o temporal, constituye un buen escudo contra los inconvenientes del contacto: cantar las maravillas multiculturales del al-Andalus medieval es una cosa, y vivirlas -si eso fuese posible- otra muy distinta. Son bien conocidos los rótulos y coloreadas vitolas con que se vende esta mercancía, así pues no me extenderé reiterando que las ondas del río -el Guadalquivir, faltaría más- semejaban una cota de malla, o qué ritmo cadencioso embelesaba en los versos de Rumayqiyya, la lavandera afortunada. Ya está bueno de folletos turísticos. La versión más próxima a la verdad hubo de ser mucho menos lúdica y florida y comenzó, en lo que atañe a las relaciones entre los muslimes y los demás, en el año 7 de la Hégira (629 d. C.) con la toma del oasis de Jaybar, a 150 kilómetros de Medina: los judíos signan unas capitulaciones con Mahoma que serían modélicas en el porvenir (junto con las selladas con los cristianos de Nayrán), garantizándoles la permanencia en el lugar y el respeto a sus prácticas religiosas a cambio de la entrega de la mitad del producto de sus cultivos, lo que no estaba mal como precio de aceptar el sometimiento, si bien, más adelante, el acuerdo no fue óbice para que esos judíos terminaran igualmente expulsados. Pero sirvió de base de partida en el futuro para los pactos (dhimma) entre la comunidad islámica y las dominadas: una vez reconocida formalmente la superioridad y preeminencia del islam, se toleraba su presencia mediante el pago del tributo de capitación y por la aceptación de una serie de restricciones y discriminaciones jurídicas y sociales que convertían la vida cotidiana en un calvario difícil de soportar, amén de que ese estatuto se aplicaba a los dhimmíes en tanto que miembros de la comunidad sojuzgada, no como individuos particulares.

Los pleitos ante tribunales musulmanes, el valor ante ellos del testimonio de los sometidos, las herencias, la inferior indemnización en los casos de venganzas de sangre, las discriminaciones en el vestido, en el desempeño de ciertos oficios, el tabú matrimonial contra los dhimmíes varones, entre otras imposiciones, constituían un elenco de limitaciones variable según países y momentos históricos, pero con ejes muy claramente marcados: manifiesta inferioridad del dhimmí y rígida separación entre comunidades en los asuntos serios y de verdad decisivos (la mezcla biológica y la alimentación). Puede parecernos irrelevante que, aun hoy en día, se usen fórmulas de saludo diferentes para musulmanes y cristianos, o que éstos no puedan usar nombres musulmanes -falta saber si quieren: ésa es otra-, o la prohibición en la Chía del mero roce físico, por producir impureza, o la obligación del cristiano o el judío de montar en burro o caballo castrado en población de musulmanes y cabalgando a mujeriegas, no a horcajadas como los hombres plenos, o la prohibición de portar armas en una sociedad en que las llevaba todo el mundo de la casta dominante. Todavía en el siglo XIX, en Egipto -nos documenta Lane- subsistía la discriminación en el uso de colores en la ropa, aspecto gravísimo por el trasfondo vejatorio que implicaba, en especial en una sociedad tan atenta a la simbología externa : la pañoleta islámica que portan las mujeres musulmanas en la actualidad no tiene otro objetivo sino marcar la distancia -el abismo- entre ellas y la sociedad que las rodea, es decir automarginación en estado puro. Pero la siniestra normativa antijudía en la Persia del XIX iba mucho más lejos y de ella sólo mencionaremos la faceta casi folclórica recogida por Bernard Lewis: «Un judío no debe nunca adelantar a un musulmán en una calle pública. Está prohibido hablarle alto a un musulmán. Un judío acreedor de un musulmán debe reclamar su deuda con voz temblorosa y de manera respetuosa. Si un musulmán insulta a un judío, este último debe agachar la cabeza y guardar silencio».

No debió de ser muy grata la vida de los mozárabes en al-Andalus, ni su convivencia con los dominadores, y de ello tenemos abundante documentación, ya sea el Documentum Martyriale de San Eulogio (protesta contra la opresión islámica tanto como imprecación contra los cristianos acomodaticios); la invitación de Ludovico Pío, emperador de los francos, en 826 a los mozárabes de Zaragoza y Mérida para que se pusieran a salvo en sus dominios a fin de librarse de las extorsiones de Abdrrahmán II, en el contexto de las fugas masivas de cristianos hacia el norte; la deportación colectiva de cristianos al África en 1126; las prescripciones insultantes contra los no musulmanes de Ibn ´Abdun en el mismo siglo XII, y un largo etcétera cuya prolongación estimamos innecesaria. Un escenario, en fin, acorde con Corán, IX,29; V,51; II, 61, etc. Lamentablemente, los citados no constituyen casos aislados sino parte de una política general mantenida a lo largo del tiempo sin intención alguna de modificarla, y no otro sentido tienen las noticias que a diario nos proporciona la prensa sobre discriminaciones más o menos violentas (en ocasiones, violentísimas) contra las minorías en un amplísimo arco que va de Marruecos a Indonesia y cuya enumeración, ni sucinta, evitamos aquí porque nuestro propósito no es entretenernos con la exhibición de truculencias ajenas. Pero baste recordar que esos conflictos se producen contra la vida y la libertad de las personas, contra su derecho a la práctica de sus creencias y contra los principios más elementales de la cultura humana: para las cristianas de Indonesia obligadas a llevar velo (en realidad, la pañoleta famosa) no hay respeto multicultural que valga, ni curritos multiculturalistas europeos clamando por el caso; pero tampoco lo hay para la música occidental prohibida en Irán, o para el libro «El Zahir» de P. Coelho también prohibido en el mismo país. Y no más estoy citando los casos suaves. Espero -y lo digo con absoluta sinceridad- que ningún musulmán sea tan imprudente como para forzarme a sacar los infinitos casos sangrantes -porque sangran de verdad- que de continuo suceden. Y no me refiero al terrorismo.

El argumento contrario, tan utilizado para diluir responsabilidades, de que los cristianos cometieron actos de barbarie similar en un pasado lejano, se basa en hechos rigurosamente ciertos, como lo es que las ideologías totalitarias del siglo XX originaron catástrofes humanas sin parangón en la Historia por sus proporciones. Pero el mal de muchos ni consuela ni resuelve nada. Por fortuna, la Declaración Universal de Derechos del Hombre ha superado, al menos en el plano ético, tales aberraciones y desde hace muchos años ninguna religión «occidental» patrocina degollinas ni persecuciones contra nadie. Sería excelente que los musulmanes renunciaran a su particular Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (El Cairo, 1990), se sumaran a la de todas las gentes y empezaran a aplicarla, un paso gigantesco en la distensión, pero hoy por hoy impensable.



Serafín Fanjul García (Madrid, 1945)
Arabista y miembro de la Real Academia de la Historia

sábado, 7 de marzo de 2015

"Por un pedazo de pan"

Por Serafín Fanjul

Fuente: ABC

7/3/2015



La frase se ha utilizado y desgastado tanto, que antes de usarla es preciso ajustarse bien los machos. Demagogos, poetas malos –metidos o no en política– y la simple ingenuidad de gentes con poco bagaje cultural han apelado con frecuencia al «pedazo de pan», resumen simbólico del alimento. Sin embargo, cuando acompaña a verdaderos sucesos trágicos y no a retórica barata, recobra toda su sencilla carga emocional y muestra, sin ficciones, el sufrimiento de quienes, por hambre, padecen además la muerte. Nada más dramático que perecer trabajando, luchando por ganarse la vida. Y no nos extendemos sobre mineros, pescadores o albañiles para no caer en lo que criticamos.

Tengo delante de los ojos una doble página de ABC (17 feb. 2015), una foto merecedora de galardones morales y admiración muda, nada de premios con discursos y banda de música. En ella, un grupo de coptos se alinea sobre una barandilla en una iglesia: serios, contenidos, tristes. Son familiares de los veintiún cristianos egipcios asesinados en Libia. Por delante, cuelga una pancarta de fondo negro con los rostros de las víctimas y una leyenda, en árabe, se revuelve contra la injusticia y el crimen. Los pliegues de la tela no dificultan mucho la lectura y leemos: «…pobres por un bocado de pan… víctimas del conflicto político y religioso. No vemos ni oímos un solo gesto de la Liga Árabe para salvar a los cristianos de manos de las bandas extremistas». El silencio preside la escena: no gesticulan ni aúllan, no amenazan a nadie ni exhiben los kalashnikof disparando al cielo, como es casi preceptivo en los duelos colectivos en Gaza, Mosul o Trípoli. Los familiares se limitan a mirar hacia lejanos e invisibles espectadores que, en las redacciones de los medios de comunicación, en las embajadas de acá y allá, en la ONU, en las tertulias de diletantes, departen, porfían, rivalizan por ser más ingeniosos y agudos que los contrarios: para unos es pasatiempo, para los otros la desaparición atroz de un padre, un hijo o un hermano… que se ganaba el pan humildemente y aun conseguía ahorrar parte de su mísero salario para enviar a la familia, en Egipto. Y, digámoslo, los han cazado por cristianos y… por pobres. Los criminales agarran los objetivos más fáciles y si uno por uno valen poco en las televisiones, tomados en grupo numeroso el impacto mundial está garantizado.
Desde hace muchos años, Egipto vierte sus excedentes de población (más bien de superpoblación) en los países árabes cercanos: Arabia, el Golfo, Libia, Jordania, Iraq. Los hemos visto en los hoteles, en la construcción, trepando a las palmeras, sacando adelante la pobretona y sedienta agricultura del Jordán este, en los secarrales que ofician de parques en Basora, al atardecer, con sus merienditas de nada y sus tamborcillos para sobrevivir a la nostalgia. Antes de que Saddam se metiera a conquistador. Ya en tiempos de ‘Abd en-Naser empezó el éxodo, la búsqueda del «bocado de pan», como se dice en árabe. Entre los cristianos, los mejor situados y preparados –población urbana con estudios– habilitaron vías para emigrar a Canadá, Australia, Europa. Del todo. Los menos ilustrados, con más baja cualificación profesional y técnica –los braceros, vaya–, soñando siempre con regresar a Egipto, hubieron de conformarse con Libia, Iraq, la Península Arábiga, en los países donde los admitían, pese a su condición de apestados, es decir de cristianos. Porque –entérense, cantamañanas de la Alianza de Civilizaciones, o de «las nuevas estrategias ante el yihadismo»– la discriminación, persecución y aplastamiento de las minorías cristianas viene de muy atrás y no es que ahora esté aflorando algo contenido, tan solo se ve.

En la actualidad, la multiplicación de contactos, la celeridad de la electrónica y el estallido islamista han comenzado a mostrar lo que había y hay, y el islamismo arrasador –que ha liquidado, con ayuda occidental, el panarabismo político en Egipto, Libia, Iraq, Siria y por tanto la relativísima tolerancia hacia los cristianos– ya no tiene por qué seguir disimulando con idílicas historietas de armonía exquisita y poética entre las Tres Culturas, ni jugando al diálogo con los heroicos escapistas de por aquí, siempre dispuestos a cualquier cosa menos a admitir la realidad: no faltan periodistas que afirmen, campanudos y enterados, que «los Hermanos Musulmanes son islamistas pero no son musulmanes», con un servidor patidifuso cogitando que, por consiguiente, Torquemada no era cristiano porque hacía cositas feas. En puridad, no, fulminará el enterado, para perderse en abstracciones y en su auxilio acudirá –con idéntico razonamiento– un tal Alberto Garzón («Un delincuente no puede ser de izquierdas») y aun si rebuscamos en la Historia hallaremos el testimonio de Heródoto cuando cuenta que los persas de su tiempo creían que entre ellos el parricidio era imposible y si un hijo ultimaba a su progenitor se debía a que, de hecho, no era su verdadero padre: la escapatoria siempre asegurada para no asumir el esfuerzo, el riesgo, el compromiso frente a la barbarie.

El secuestro y asesinato del arzobispo caldeo católico de Mosul, Paulos Faray Rahho, en 2009, fue el primer aldabonazo que trascendiera, pero sólo constituía un eslabón en la muy larga cadena de incendios, atentados contra iglesias (no más los bares se atacan y queman con tanto entusiasmo), muertes y graves discriminaciones contra cristianos. En el momento presente, para incrementar el horror y por tanto el terror en este Occidente tembloroso, vuelven a viejas prácticas: crucifixiones, hogueras, decapitaciones, esclavitud y destrucción de vestigios culturales y religiosos anteriores o ajenos al islam («Tiempos de ignorancia» llaman a la historia preislámica y por consiguiente indignos de merecer ningún respeto). Es cierto que en un pasado no lejano la aviación angloamericana no titubeó en pulverizar las catedrales y museos de Alemania y que en nuestra Guerra Civil abrasar templos o machacar estatuas fue un jolgorio para los rojos. Y un solo recuerdo, ya que va de martillazos en Nínive: el San Juanito de la Sacra Capilla del Salvador en Úbeda, una de las tres obras de Miguel Ángel que se hallan fuera de Italia, fue picado y triturado con mazo por milicianos republicanos (feliz y milagrosamente restaurado en nuestros días gracias al Duque de Segorbe). Pero de nada de esto nos enorgullecemos. Incluso experimentamos una sacudida de repulsa, cuando se trata de casos comprobados. Sin embargo, la misma tibieza en la respuesta por vandalismo anticultural encontramos frente a las matanzas de cristianos y no vemos por ninguna parte camisetas, ni pancartas ni manifestaciones que proclamen «Yo soy Guergues ( Jorge), yo también soy copto». Y mejor que camisetas y palabras, aprestemos la legislación, la política y las armas para defendernos, porque no van de broma.


Familiares de los coptos asesinados en Libia junto a los rostros de los muertos


Serafín Fanjul (Madrid, 1945), arabista español,
miembro de la Real Academia de la Historia.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Idiotas

Por Francesco Napoli

4/3/2015


La capacidad de algunos para sorprendernos no parece tener límite. 

Un joven  agrede a una chica pegándole una patada, mientras otro graba la escena. La chica recibe la patada por detrás a la atura de los pies y cae súbitamente hacia atrás. Al caer se observa como su cabeza queda cerca de una especie de bordillo; de golpearse contra el ahora estaríamos hablando de una tragedia.

No hay palabras para describir la imbecilidad y maldad humanas.

Desde hace tiempo barrunto que nuestra especie es de las peores del planeta. Hechos como este le hacen dudar a uno de que en la cabeza de esos individuos haya cosa alguna mas que serrín. ¿Que pecado habremos cometido para tener que compartir época y país con semejantes energúmenos?.

Las generaciones que nos precedieron sufrieron hambre,  penurias de todo tipo, conocido la guerra, y gracias a ellos, a su esfuerzo, esta gentuza tiene a su alcance todo lo necesario para vivir cómodamente. A pesar de ello, se comportan con la crueldad e imbecilidad que vemos en el video. Idiocia y maldad combinadas en la mente de estos mentecatos.

El filósofo Fernando Savater suele decir que "las ideas no merecen por si mismas ningún respeto, siendo -eso si- respetables, las personas. Viendo estas cosas, surge la duda de que las personas sean también respetables. Cuesta creer en la respetabilidad de majaderos como el que agrede a la chica en el video, y el que lo graba. 

Según parece los cretinos han sido identificados. ¿Se les sancionará con severidad? Lo dudo; el buenismo llegó para quedarse, y seguramente la cosa quedará en nada. 


Imagen de la agresión




martes, 3 de marzo de 2015

El mañana es cosa del ayer

Félix de Azúa 


Fuente: El Blog de Félix de Azúa

3/3/2015



Desde luego, es posible que no suceda tal cosa y todo siga como siempre, ¡el nuestro es un país tan conservador por la derecha y por la izquierda! Pero también pudiera ser que asistiéramos a uno de esos inesperados cambios de régimen a los que estamos acostumbrados sin que ni siquiera lo advirtamos.No me refiero, por supuesto, a la emergencia de Podemos. La primera vez que les vi en pantalla se cogían por los hombros y se balanceaban cantando una canción de Lluis Llach que ya era cursi cuando triunfaba entre los colegiales de hace 50 años. Un partido revolucionario que usa como música de fondo a la Sarita Montiel del separatismo catalán no puede llegar muy lejos. Ganarán elecciones, pueblos y presupuestos, pero no añadirán ni una sola idea al coro político español. Fantasmagoría sin cerebro.

A lo que me refiero es a la fatiga de los materiales lingüísticos. Fue Víctor Klemperer en su fascinante La lengua del Tercer Reich (hay una selección en la editorial Minúscula) quien dio cuenta de cómo se iba corrompiendo el lenguaje y hasta qué punto las expresiones cotidianas ya no tenían ningún sentido a medida que los nazis avanzaban sus posiciones. En aquel caso un hecho sin precedentes, el ascenso de una fuerza política demente, estaba en la raíz de la transformación, algo que de un modo más ligero y trivial se está produciendo en Cataluña. Pero no es preciso que haya un suceso concreto detrás de esa fatiga lingüística, puede venir por el puro hastío. Y ese es el caso, creo yo, de la España actual.

Si uno repasa la terminología política se encuentra con grandes desiertos de sentido punteados por charcas de chifladura. Muchos políticos, sobre todo los amenazados por el desprestigio, el tribunal o la pura desnudez cerebral, dicen constantemente que lo que hacen es “profundamente democrático”, o bien sólo “democrático”. Nadie podría adivinar qué quiere decir esa palabra en boca de un defraudador, un evasor de impuestos, un oportunista, un cliente, un asambleario, un separatista o un político que jamás ha dado muestras de conocer lo que exige la democracia a un cargo público.

Por otra parte, esos mismos políticos citan constantemente metáforas y símiles futbolísticos para hacer comprensible lo que ellos llaman “sus ideas”, sin percatarse de que el fútbol es hoy lo mismo que durante el nacional-catolicismo, una espesa maraña de intereses que pinta de purpurina la violencia étnica en algún caso, racista en otros y nacionalista en casi todos. Así que cuando dicen, por ejemplo, que “queda mucho partido” antes de las elecciones, están pavoneándose en el difuso fascismo blando que nos atosiga.
El hastío se generaliza cuando la izquierda no conoce otro lenguaje que la negación del de la derecha. Algunos elementos que tenían gracia, como la lucha de clases, han desaparecido, lo que hace difícil de entender qué papel juegan los “obreros”, si es que los hay, en los programas. Peor aún, la extrema izquierda o su fantasmagoría, ya sólo sabe usar el lenguaje de la Iglesia para explicar sus quimeras, las cuales consisten en acabar con quienes no superen el examen de pureza de sangre (la casta), aplastar a los ricos (aunque aún no los califican de lujuriosos y violadores) y llamar benditos a los hijos de Dios, los santos inocentes, los pobres o como quiera llamárseles. Sentimentalismo burgués pasado por la sacristía.

Durante la Revolución Francesa hubo un tiempo en el que tuvieron un gran poder los puros, los moralistas. Se dedicaron a matar, claro, pero también a destruir las obras del “lujo corruptor”, es decir, iglesias, palacios, estatuas, cuadros o jardines, como los actuales islamistas del EI. Un parlamentario que podría ser español, Babeuf, proponía la supresión de toda educación ya que contribuía a incrementar las desigualdades. Es decir, la diferencia entre tontos y listos. Esta encomiable pureza moral y amor por una “vida sobria y sencilla” recuerda aquel sermón de Arnaldo Otegui cuando decía que una vez separados de España, los jóvenes vascos en lugar de estar delante de un ordenador corretearían por los montes y valles de la patria. El lenguaje de esa izquierda española es puro catolicismo corrompido.

¿Qué demonios defiende la izquierda oficial, por lo menos desde el punto de vista del lenguaje? ¿La desaparición de los privilegios? No. Cataluña y el País Vasco tienen un estatuto superior. ¿La aplicación implacable de la justicia? No. La Junta de Andalucía hace todo lo posible por ocultar una Administración cleptómana que ha desvalijado a los españoles durante décadas. ¿Un programa educativo que ponga en manos del alumnado las herramientas eficaces de la crítica intelectual? No. Sólo defienden la estructura parasitaria de los sindicatos y la permanencia del analfabetismo estructural. Seguimos en el último lugar de toda encuesta sobre educación en Europa. ¿Acaso un mayor reparto de la riqueza? Resulta cansino repetir que fue el Gobierno de Zapatero, el peor dirigente que ha soportado España desde Fernando VII, quien desató la furia depredadora de los bancarios.

Así pues, no hay un lenguaje inteligible en la política actual y el que se usa o bien es grotescamente demagógico o está vacío de todo contenido. Para remediarlo es frecuente que los profesionales echen mano del viejo lenguaje de la guerra fría (derecha e izquierda) o el de la carnicería republicana (fascistas y rojos), como si un ciudadano de 1930 o la sociedad de 1950 tuvieran el más mínimo rasgo en común con lo actual. En buena medida, el éxito televisivo de Podemos se debe a que usan un lenguaje arcaico, simple y reaccionario que muchos entienden porque es el viejo lenguaje religioso del Tercer Mundo (Chaves era el mejor ejemplo de caudillo episcopal) y buena parte del país aún no se ha arrancado al tercermundismo.

El cambio de lenguaje supondría en verdad la superación de nuestro último capítulo como frontera africana. Asimilar la enseñanza de las democracias europeas debería pasar por la supresión de los restos tercermundistas a lo Marinaleda, una de cuyas secuaces se presenta por Podemos en Andalucía. Pero no somos los únicos en sufrir ese desgaste de materiales, también están ahí los feudales del Partido Socialista Francés que no puede admitir ni siquiera las propuestas de Valls. La izquierda debería tomar distancia con estos restos de feudalismo sureño, como los separatistas de la Liga Norte o los bocazas griegos. Y, en fin, aproximarse a aquellas democracias en las que la demagogia ideológica no se impone sobre el análisis crítico.

Todo lo cual es imposible mientras mantengamos a cientos de cargos inútiles, miles de empleados de partidos obsoletos, 17 Estados de juguete, una masa de aforados, un océano funcionarial cuyos sueldos son superiores a los de los trabajadores y un sistema judicial del siglo XIX. De ahí que el discurso mudo del poder sea, por ahora, todo lo que tenemos. Sin embargo, grande es el hastío. Y no hay nada tan peligroso como un hincha del fútbol que se aburre.



Félix de Azúa Comella (Barcelona, 1944), escritor