domingo, 8 de marzo de 2015

No quiero ser "dhimmí"

Por Serafín Fanjul 

Fuente: ABC 



Fecha: 3/2/2006

Nota (Fuente: wikipedia): Dhimmi (en árabe ذمّي ) es el nombre con el que se conoció en la historia del mundo islámico a los judíos y cristianos que vivían en Estados islámicos, y cuya presencia era tolerada, tal y como establece la sharia (ley musulmana), a cambio del pago de ciertos impuestos y de la aceptación de una posición social inferior.


En una de sus últimas intervenciones públicas, un homenaje que le dedicó la UAM, don Emilio García Gómez remató sus palabras con una sentencia fácil de comprender para cualquier arabista con alguna capacidad autocrítica, aunque tal vez incomprensible para los multiculturalistas en ciernes que ya por entonces mosconeaban alrededor de las mieles del poder (de aquella, aún vivaqueaba González en La Moncloa y la irrupción masiva de inmigrantes musulmanes estaba en veremos). «Si tuviera que elegir entre Oriente y Occidente, mi elección es clara: Occidente», rubricó una persona que había consagrado su larguísima vida profesional al estudio, difusión y revalorización, en suma, de la gran cultura árabe medieval, algo que los árabes suelen apreciar y agradecer entre poco y nada, como el mismo don Emilio hubo de reconocer en otros momentos. Supongo que con mucho pesar. No son descartables encendidos argumentos y exaltados parrafeos entre las gentes del gremio en sentido contrario, pero los hechos, testarudos y en exceso evidentes, desmienten la cháchara: quienes tales soflamas sueltan, tras unos años de formación (cuando se da tal circunstancia, que tampoco es siempre), toman las de Villadiego, o sea la precaución de estudiar las cosas de allí pero viviendo aquí. También ellos votan con los pies. ¿Por qué será? Todos, o casi todos, han seguido -hemos seguido- esa derrota, y no es que las cuitas o venturas de los arabistas tengan ninguna trascendencia en nuestra sociedad, que no la tienen, pero el modelo vale también para los árabes que explotan de modo plañidero o agresivo, pero implacable, el victimismo, entre europeos y norteamericanos con más complejo de culpa que información.

A nuestro juicio, la explicación económica en la elección no basta, aunque podamos convenir que la lejanía geográfica, o temporal, constituye un buen escudo contra los inconvenientes del contacto: cantar las maravillas multiculturales del al-Andalus medieval es una cosa, y vivirlas -si eso fuese posible- otra muy distinta. Son bien conocidos los rótulos y coloreadas vitolas con que se vende esta mercancía, así pues no me extenderé reiterando que las ondas del río -el Guadalquivir, faltaría más- semejaban una cota de malla, o qué ritmo cadencioso embelesaba en los versos de Rumayqiyya, la lavandera afortunada. Ya está bueno de folletos turísticos. La versión más próxima a la verdad hubo de ser mucho menos lúdica y florida y comenzó, en lo que atañe a las relaciones entre los muslimes y los demás, en el año 7 de la Hégira (629 d. C.) con la toma del oasis de Jaybar, a 150 kilómetros de Medina: los judíos signan unas capitulaciones con Mahoma que serían modélicas en el porvenir (junto con las selladas con los cristianos de Nayrán), garantizándoles la permanencia en el lugar y el respeto a sus prácticas religiosas a cambio de la entrega de la mitad del producto de sus cultivos, lo que no estaba mal como precio de aceptar el sometimiento, si bien, más adelante, el acuerdo no fue óbice para que esos judíos terminaran igualmente expulsados. Pero sirvió de base de partida en el futuro para los pactos (dhimma) entre la comunidad islámica y las dominadas: una vez reconocida formalmente la superioridad y preeminencia del islam, se toleraba su presencia mediante el pago del tributo de capitación y por la aceptación de una serie de restricciones y discriminaciones jurídicas y sociales que convertían la vida cotidiana en un calvario difícil de soportar, amén de que ese estatuto se aplicaba a los dhimmíes en tanto que miembros de la comunidad sojuzgada, no como individuos particulares.

Los pleitos ante tribunales musulmanes, el valor ante ellos del testimonio de los sometidos, las herencias, la inferior indemnización en los casos de venganzas de sangre, las discriminaciones en el vestido, en el desempeño de ciertos oficios, el tabú matrimonial contra los dhimmíes varones, entre otras imposiciones, constituían un elenco de limitaciones variable según países y momentos históricos, pero con ejes muy claramente marcados: manifiesta inferioridad del dhimmí y rígida separación entre comunidades en los asuntos serios y de verdad decisivos (la mezcla biológica y la alimentación). Puede parecernos irrelevante que, aun hoy en día, se usen fórmulas de saludo diferentes para musulmanes y cristianos, o que éstos no puedan usar nombres musulmanes -falta saber si quieren: ésa es otra-, o la prohibición en la Chía del mero roce físico, por producir impureza, o la obligación del cristiano o el judío de montar en burro o caballo castrado en población de musulmanes y cabalgando a mujeriegas, no a horcajadas como los hombres plenos, o la prohibición de portar armas en una sociedad en que las llevaba todo el mundo de la casta dominante. Todavía en el siglo XIX, en Egipto -nos documenta Lane- subsistía la discriminación en el uso de colores en la ropa, aspecto gravísimo por el trasfondo vejatorio que implicaba, en especial en una sociedad tan atenta a la simbología externa : la pañoleta islámica que portan las mujeres musulmanas en la actualidad no tiene otro objetivo sino marcar la distancia -el abismo- entre ellas y la sociedad que las rodea, es decir automarginación en estado puro. Pero la siniestra normativa antijudía en la Persia del XIX iba mucho más lejos y de ella sólo mencionaremos la faceta casi folclórica recogida por Bernard Lewis: «Un judío no debe nunca adelantar a un musulmán en una calle pública. Está prohibido hablarle alto a un musulmán. Un judío acreedor de un musulmán debe reclamar su deuda con voz temblorosa y de manera respetuosa. Si un musulmán insulta a un judío, este último debe agachar la cabeza y guardar silencio».

No debió de ser muy grata la vida de los mozárabes en al-Andalus, ni su convivencia con los dominadores, y de ello tenemos abundante documentación, ya sea el Documentum Martyriale de San Eulogio (protesta contra la opresión islámica tanto como imprecación contra los cristianos acomodaticios); la invitación de Ludovico Pío, emperador de los francos, en 826 a los mozárabes de Zaragoza y Mérida para que se pusieran a salvo en sus dominios a fin de librarse de las extorsiones de Abdrrahmán II, en el contexto de las fugas masivas de cristianos hacia el norte; la deportación colectiva de cristianos al África en 1126; las prescripciones insultantes contra los no musulmanes de Ibn ´Abdun en el mismo siglo XII, y un largo etcétera cuya prolongación estimamos innecesaria. Un escenario, en fin, acorde con Corán, IX,29; V,51; II, 61, etc. Lamentablemente, los citados no constituyen casos aislados sino parte de una política general mantenida a lo largo del tiempo sin intención alguna de modificarla, y no otro sentido tienen las noticias que a diario nos proporciona la prensa sobre discriminaciones más o menos violentas (en ocasiones, violentísimas) contra las minorías en un amplísimo arco que va de Marruecos a Indonesia y cuya enumeración, ni sucinta, evitamos aquí porque nuestro propósito no es entretenernos con la exhibición de truculencias ajenas. Pero baste recordar que esos conflictos se producen contra la vida y la libertad de las personas, contra su derecho a la práctica de sus creencias y contra los principios más elementales de la cultura humana: para las cristianas de Indonesia obligadas a llevar velo (en realidad, la pañoleta famosa) no hay respeto multicultural que valga, ni curritos multiculturalistas europeos clamando por el caso; pero tampoco lo hay para la música occidental prohibida en Irán, o para el libro «El Zahir» de P. Coelho también prohibido en el mismo país. Y no más estoy citando los casos suaves. Espero -y lo digo con absoluta sinceridad- que ningún musulmán sea tan imprudente como para forzarme a sacar los infinitos casos sangrantes -porque sangran de verdad- que de continuo suceden. Y no me refiero al terrorismo.

El argumento contrario, tan utilizado para diluir responsabilidades, de que los cristianos cometieron actos de barbarie similar en un pasado lejano, se basa en hechos rigurosamente ciertos, como lo es que las ideologías totalitarias del siglo XX originaron catástrofes humanas sin parangón en la Historia por sus proporciones. Pero el mal de muchos ni consuela ni resuelve nada. Por fortuna, la Declaración Universal de Derechos del Hombre ha superado, al menos en el plano ético, tales aberraciones y desde hace muchos años ninguna religión «occidental» patrocina degollinas ni persecuciones contra nadie. Sería excelente que los musulmanes renunciaran a su particular Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (El Cairo, 1990), se sumaran a la de todas las gentes y empezaran a aplicarla, un paso gigantesco en la distensión, pero hoy por hoy impensable.



Serafín Fanjul García (Madrid, 1945)
Arabista y miembro de la Real Academia de la Historia

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