Por Álvaro Van den Brule
Fuente: El Confidencial
25/5/2013
Retrato de Bernal Díaz del Castillo
Bernal Díaz del Castillo, presunto autor de la Historia verdadera, relata en esta crónica de Indias, con minucioso detalle y elegante pluma, las correrías, a la par que increíble gesta, del famoso explorador y conquistador Hernán Cortes por los territorios de los mexicas en los preliminares de lo que después sería la Nueva España.
Este hombre, cronista y conquistador a su vez, escribe probablemente lo que podría haber sido la primera novela española dedicada íntegramente al descubrimiento. Su condición de soldado, escribano e hidalgo al tiempo, no le conferían un certificado de analfabetismo como el que se adjudica habitualmente a la tropa en aquella época. Hay quien aduce que era un escribano muy próximo a Cortés, y que las crónicas de ambos se complementan y retroalimentan fundiéndose en un todo común. La opinión de ambos es equivalente a la suma de un enfoque más crítico y formado para una opinión más liberada de prejuicios. Faltaría por valorar lo que opinaban los afectados.
Hay un debate actualmente entre los autores que discuten el protagonismo y la relevancia de ambas crónicas. El caso es que para atender a la historia con alguna solvencia y equidad, hay que manejarse en la duda cartesiana. Al parecer, la caprichosa balanza se inclina y da más peso al arquetipo de conquistador más mesiánico al propio Cortés tras arduos debates e investigaciones pendientes de definir aún. El historiador Christian Duverger, con más de veinticinco años de estudio sobre la figura del conquistador, implica directamente al expeditivo soldado como matriz intelectual del relato.
Y volviendo a Bernal Díaz del Castillo, había embarcado este en la expedición que capitaneaba Cortés y que daría lugar a una de las mayores gestas militares y culturales de la historia, y de cuya asimilación –no siempre afortunada y constructivamente criticada- queda hoy el legado de la hermosa lengua de Cervantes y la huella de un pasado posiblemente más glorioso y con bastante más lustre que el “ahora” patrio.
Las guerras preventivas
El caso es que Bernal Díaz del Castillo estuvo enrolado en las tres grandes expediciones que partieron de Cuba hacia lo que es actualmente territorio de la República Mexicana. Participó en la expedición descubridora de Francisco Hernández de Córdoba en 1517; un año después, en la exploradora de Juan de Grijalva; y en la que finalmente pasó a la historia, la que cambiaría el rumbo y destino de la anquilosada y terrenal Castilla en beneficio de una apuesta claramente ultramarina.
La expedición con clara vocación de conquista de Hernán Cortés en 1519 es narrada al detalle, y con memoria prodigiosa, junto con todos los aconteceres que en aquel confín del mundo sucederían en el curso de aquellos años de gloria y prestigio militar para la emergente nación que se perfilaría durante siglos como potencia indiscutible.
Mas para entonces, antiguos textos sagrados hablaban ya de una fecha fatídica. Un nuevo Leviatán se aproximaba desde el Este. Los chamanes, los oráculos y lo escrito con sabiduría arcana y mistérica en las leyendas anunciaban que vendría del otro lado del Atlántico un viento huracanado en forma de Dios enojado a crear el caos y ser azote de aquella anciana cultura.
Según cuenta Bernal Díaz del Castillo (y versiones coincidentes de Cortés en sus relatos), los aztecas y su peculiar “Guerra Florida” eran causantes –por estimación, a deducir de sus escritos– de decenas de miles de muertos cada año en acciones militares “gratuitas”, que sería lo mismo que decir en cada campaña de guerra preventiva contra sus “aliados”. Parece un acertijo, pero era así. Estas capturas de amigos –o enemigos, según le oscilara la dirección de la veleta al estratega de turno– solían acabar en abundantes derramamientos de sangre a la mayor gloria de algún sádico y poco compasivo dios de los que, con bastante molicie y desatino, pueblan profusamente el inmenso firmamento y algún erial intelectual.
Estos enemigos “artificiales” vivían en los estados “tapón”, poblados mayormente por los txitximecas, totonacas, etc., y acolchonaban las periferias del Imperio Azteca como si de anillos de protección se trataran. Eran pues, exactamente eso, estados tapón que Cortés descorcharía con enorme habilidad, que no facilidad. De paso, le evitaban a su finamente ataviada y aristocrática jerarquía sustos mayores en caso de invasión, favoreciendo el tiempo de reacción militar y sirviendo como campo de entrenamiento y puesta a punto de sus ejércitos para capturar de manera sencilla víctimas para su incesante y bien engrasada maquinaria de sacrificios humanos.
La “Leyenda negra”
Pero claro, Bernal lo escribe todo a través de su sutil y, a veces, licenciosa y oculta sátira revestida de alegorías y rigor narrativo, en el que buenos y malos se alternan los papeles, mientras que vamos descubriendo de a poco que la historia es algo más que el sumario abreviado que nos cuentan en la escuela. A veces es saludable explorar algunas verdades que se presentan con un pedigrí intachable.
En aquellos tiempos el jefe natural en el mando y coprotagonista de los principales hechos de la conquista acaecidos en las campañas contra el Imperio Azteca y segundo de Cortés era Pedro de Alvarado “el Malo”. Hombre de inusitada crueldad y “gatillo fácil”, como comenta en sus relatos fray Bernardino de Sahagún. Se cuenta que Pedro de Alvarado, en un arrebato que poco le honra, dio de baja a medio millar de indígenas ya rendidos pasándolos fríamente a cuchillo y sin temblarle el pulso. Este hecho es uno de los episodios que más negativamente pesan en las crónicas de la conquista y que nuestros enemigos se encargaron de ventilar profusamente en la más que discutible, aunque relativamente fundamentada, “Leyenda Negra”. Con ellos dos, Bernal se implicaría en la magna tarea de explorar la tupida fronda que, plagada de sonidos exóticos, amurallaba el corazón del imperio azteca.
Este longevo cronista, Bernal, estaba dotado de una memoria inusual. Toda la fertilidad de su mente entró en ebullición a partir de contraer matrimonio en 1544 con Teresa Becerra, una perla de singular belleza. Debidamente motivado por tan fuerte inspiración, se puso a escribir como un poseso nuestro escribano–soldado. Durante cuarenta años más o menos le dio a la pluma con fruición al tiempo que con desgarro aunque, escribiera su crónica hilada de manera tardía.
Bernal Díaz del Castillo fue testigo y actor de los sucesos acaecidos en la antesala de la caída de las grandes civilizaciones centroamericanas. Cuarenta años después de aquella expedición de casi seiscientos hombres, como relataría él en sus crónicas y ya al filo de visitar el “otro lado”, solo quedaban cinco compañeros de aventuras al alcance de su exigua vista y de su memoria. Su vasta, erudita y romántica descripción de los hechos compilada en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España la empezó a redactar formalmente con más de 84 años. Su importancia radica en que, gracias a ella, conocemos los múltiples aspectos ocurridos durante esa epopeya.
Las durísimas batallas de Tabasco, Tenochtitlan y la gran matanza de Cholula, junto con la retirada de la Noche Triste, quedan no solamente descritas con magistral realismo, sino que además transmiten la atmósfera irreal e impregnada de la polvareda suspendida de las batallas que se libraron en aquellos compases del tiempo, y de los usos militares de ambas partes en aquellos decisivos momentos entre dos civilizaciones en rumbo de colisión.
Si algo tiene la Historia verdadera es su enorme carga épica, pues en su relato aquellos lectores que trasciendan a su propia imaginación podrán verse envueltos fácilmente en un brutal cuerpo a cuerpo, en medio de un prudente silencio colectivo, ante una inminente emboscada mexica o compartiendo la sensación extrema de un ataque al alba a las posiciones adversarias.
La reivindicación de los soldados anónimos
El oscurecido pero determinante papel ejercido por una horizontal masa de soldados anónimos que dieron sus vidas en una hazaña que les trascendió es reivindicado por Bernal en detrimento de los que se llevaron las medallas y volvieron vivos. El cronista reclama el esfuerzo colectivo del pueblo castellano, extremeño y vasco en la conquista.
En ambos supuestos –los de la propiedad última de la rúbrica de aquella gesta–, ya sea Cortés en su segunda Carta de Relación como Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera, los autores no escatiman los adjetivos hacia el heroísmo de las partes, aunque abundando lógicamente en el detalle de los hechos propios.
El 8 de noviembre de 1519, relata Bernal que Hernán Cortés ya había dado cuenta del emperador mexica y lo había puesto a buen recaudo en los alojamientos que éste le había cedido previamente para su reposo y el de la tropa, ocasión que habría aprovechado el extremeño para aligerar la fortuna acumulada por el atónito e incauto mandatario que, a resultas de su imprudente comportamiento y sobrado de cortesía y confianza, o rendido al “rigor irreversible” de las profecías ancestrales, pasó de dirigir vastas extensiones a no poder estirar las piernas en el reducido habitáculo al que tan gentilmente Cortés le había confinado en un descuido.
Al parecer, el supersticioso purpurado azteca, al saber de la llegada del conquistador pensó que se trataba del retorno del dios Quetzalcóatl por lo que un pavor inusual asaltó al jerarca ante la proximidad del cumplimiento de la profecía. Los aztecas y su fuerte dependencia de conservadoras tradiciones orales estaban lejos de aceptar y afrontar racionalmente el reto de un dios serpiente-emplumado que para 1519 era más que un pronóstico inquietante. Algo venía a turbar su idílica paz aderezada de salvajes sacrificios.
Cuenta Bernal que los cerca de 200 mastines del pirineo que acompañaban a la tropa española no usaban la boca solo para bostezar. Si a eso le añadimos el sentimiento de pertenencia al grupo ante las ingentes masas de indígenas que tenían que enfrentar y que arrojaban piedras, flechas y lanzas sin cesar, se podría entender un poco la desmesura de algunas de las acciones de la tropa peninsular que estaban más sujetas a la vehemencia biliar del hartazgo de aquella lluvia de proyectiles que a la propia motivación natural de hombres que venían de encarar una vida sencilla y dura en el campo o en la mar.
Bernal Díaz del Castillo nos deja un legado inequívoco de las andanzas de sus compañeros de armas y de lo que ocurría en los arrabales de la historia de El Descubrimiento, así como en la primera línea de combate, del detalle y el horizonte, de la parte inhumana y absurda de la “conquista”, de los caprichos del destino y de la vida cotidiana del soldado español de aquel tiempo, y de las épicas batallas o insensatas matanzas que tuvo que enfrentar aquella pequeña tropa en un escenario tan grandioso.
En definitiva, su mensaje es más trascendente de lo que la crónica indica: Bernal Díaz del Castillo reivindica el papel de la gente anónima en oposición a los de la gola almidonada.
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España;
por Bernal Díaz del Castillo.
Biblioteca Clásica de la Real Academia Española;
Galaxia-Gutenberg, 2011.
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