Por Jon Juaristi
Fuente: ABC
27/12/2015
· La democracia antigua fue un medio de nivelación compulsiva, no una democracia en libertad.
Si hubo una peña en la historia verdaderamente encantada de haberse conocido y convencida de su excelencia sobre las demás gentes (antes de la fundación de Bilbao, quiero decir), ésa fue la de los atenienses. Lo preocupante es que las piezas antológicas que conservamos de su proverbial modestia consisten en discursos fúnebres como los de Lisias y Pericles. Según parece, era la muerte catastrófica de los suyos lo que más les ponía.
Entonces recordaban –se lo recordaban a sí mismos y a quien tuviera paciencia y humor para escuchárselo– que habían nacido de la tierra, que eran por así decirlo la nación más antigua de Grecia (más incluso que los de Arcadia, que se jactaban de haber aparecido antes de que hubiera luna en el cielo), que seguían estrictas dietas mediterráneas, que eran muy machos y que por eso habían vencido antaño a las Amazonas (todo mentira) y que habían inventado la democracia (verdad a medias). Atenas: Graecia mendax.
La democracia de los atenienses fue, ante todo, un sistema de nivelación, no un método de negociar conflictos de intereses. Se trataba, como los envidiosillos romanos no han dejado de repetir hasta nuestros días, de extender todo lo posible la vulgaridad y el qualunquismo. O sea, de terminar con cualquier tipo de aristocracia, objetivo que lograron con mucha mayor eficacia que los sans-culottes, los garibaldinos y los bolcheviques juntos. Es muy significativo lo que hicieron con Arístides, que era sin duda lo mejor que produjo la Atenas del siglo V a.C. y llevaba la distinción hasta en el nombre.
Lo desterraron, por supuesto, tras someterlo a aquella forma populista de impeachment que se conocía como ostracismo, sin que los promotores de la medida se hubieran tomado siquiera la molestia de formular cargos concretos contra él. Un palurdo –pues muy palurdo había que ser en Atenas para no saber escribir una palabra de nueve letras– se acercó al propio impugnado, el día de la votación, y le tendió la ostrakapidiéndole que escribiera su nombre. «¿Qué tienes contra mí?», le preguntó Arístides. «Nada –contestó el analfabeto–, ni te conozco, pero me fastidia que elogien tanto tu honradez». Cuando los atenienses terminaron de mandar al exilio o de invitar a tragos de cicuta a sus ciudadanos honestos y decentes, y una vez el poder de la polis hubo quedado en manos de los Temístocles, Alcibíades y Efialtes (de los que lo menos malo que podría decirse es que robaban a destajo), un extranjero imparcial observó que en Atenas todos se tenían individualmente por zorros astutísimos, pero que en conjunto funcionaban como una deplorable banda de gansos. Así les fue en ésa del Peloponeso, que les deparó numerosas ocasiones para el autobombo combinado con la necrofilia.
La democracia, cuando se encabrona, tiene estas cosas, enfermedades infantiles y sarampiones griegos. Y ni siquiera hace falta ser griego de Grecia. A Rubén Darío le tiraba más la Grecia de Francia, a lo Pierre Louÿs, o, en todo caso, una imposible Grecia británica guarra y libertina, a lo Aubrey Beardsley, que la Grecia de Grecia. Y Zubiri escribió aquello de que «los griegos somos nosotros» (no sé si con «nosotros» se refería sólo a los de San Sebastián, aunque podría ser, porque añadió, en un tono savateriano y antibilbaíno, que «no estamos para clásicos»). Lo que está claro es que la Grecia que ahora se lleva por aquí es la de Syriza, o sea, la Atenas del rasero puesta al día. Con elites extractivas menos elitistas que las de la Atenas del siglo de Pericles o que las de la España de ayer mismo, lo que no significa que resulten necesariamente menos extractivas. En fin, feliz año griego a todos/todas.