Por Francisco Rico
Fuente: El País
Fecha: 19/12/2015
Las elecciones todo lo pervierten, todo lo entontecen: la lengua, primero, claro está, pero también la literatura. La campaña apenas ha empezado, cuando ya dos periodistas me preguntan qué hubiera votado Cervantes. Descarto la réplica correcta y educada que me pide el cuerpo (“¿Y qué coño quiere que yo le diga”) y me despacho con una generalidad sobre el peligro de pintar a las gentes de ayer con los colores que hoy nos agradan. Las páginas cervantinas abundan en ideas y actitudes que se nos ofrecen como acordes con las modernas, pero siempre tienen algún reverso que impugna la plena concordancia.
“Por la libertad... se puede y debe aventurar la vida” reza la cita que suele hacerse del Quijote (II, 58); pero se calla la frase que he suplido con puntos suspensivos: “así como por la honra” y se olvida que por “libertad de conciencia” el novelista entendía una inaceptable permisividad frente al mal. Quizá ningún coetáneo se muestre tan elocuente como él en la defensa de los derechos y los valores de las mujeres, como la admirable Marcela o la genial Dorotea; pero ningún feminista elogiaría en sus términos el “yugo santo del matrimonio” ni llamaría a la casada fiel “corona de su marido” (La española inglesa y Quijote, II, 22). “La sangre se hereda y la virtud se aquista” (II, 42), pero, en el desenlace de la novela, la virtud de Preciosa, la gitanilla por excelencia, resulta no ganada sino heredada de sus auténticos padres, doña Guiomar de Meneses y don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de Calatrava.
A toda posible coincidencia entre la sensibilidad de Cervantes y la nuestra hay que pasarla por el filtro de la historia. Sin embargo, o precisamente por ello, a veces me divierto fantaseando un paralelo contemporáneo al itinerario del escritor. “Cervantes —pontifico entre amigos— se parece mucho a un voluntario de la División Azul que ha aceptado la transición”.
Cervantes se alista en los tercios de Italia con veintipocos años y la ilusión de aniquilar a los turcos, “el crudo pueblo infiel”, los bárbaros de Oriente, para bien de la Cristiandad. En 1571 vive la borrachera heroica de Lepanto, pasa luego por las mazmorras de Argel, sirve al Rey como espía en Orán, sin transigir con la eventualidad de que España renuncie a la empresa del Mediterráneo y al rescate de los cautivos en el Norte de África. En una comedia de hacia 1585 hasta hace poco inédita, pinta a Godofredo de Bullón recibiendo con humildad el título de “Rey de Jerusalén” que ostentaba entonces Felipe II: era como una sugerencia tácita al Prudente, pero ahora sólo a modo de insinuación.
En 1614 se ha resignado a que las cosas no sean como eran en su juventud gloriosa. No lo celebra, no lo aprueba, pero sabe que de hecho tiene que ser así. Bastante es que Felipe III se concentre en la defensa de Nápoles, Sicilia y Malta. Porque pretender más es una fantasía como la de don Quijote cuando propone juntar a “todos los caballeros andantes que vagan por España” para con ellos “destruir toda la potestad del Turco” (II, 1).
El problema pendiente son los moriscos. Cervantes no duda en elogiar y apoyar, ya que no el exterminio, la expulsión de semejantes “víboras”, temibles sobre todo como quinta columna y cabeza de puente del eterno enemigo. Pero a Ricote, el morisco vecino de Sancho, que ha buscado refugio en Alemania, lo retrata con inmensa simpatía y comprensión de su drama de exiliado. Recela de la especie y respeta al individuo.
Es el melancólico sometimiento a los nuevos tiempos y la invariable humanidad del antiguo divisionario.
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