Por Gregorio Morán
Fuente: La Vanguardia
29/11/2014
SABATINAS INTEMPESTIVAS
Las exhibiciones mortuorias de vasallaje dedicadas a Cayetana me recordaron la letra del famoso pasodoble
De seguir así y ateniéndonos a los sondeos que certifican que cada día hay en España menos lectores de periódicos y que dicha apreciación coincide con el desdén de la mayoría aplastante de los ciudadanos hacia la política, llegaríamos a la siguiente conclusión: a poco que nos descuidemos estaremos escribiendo para ese puñado que nos aplaude o nos detesta. Tratemos de hacer una pausa sobre obvio. Seguro que lo agradecerán nuestros lectores.
Fallecida Cayetana de Alba no queda ya nada más castizo que el pasodoble, y el pasodoble está moribundo. A quienes escribieron sobre la historia sentimental de la España de posguerra se les olvidó el pasodoble. Vienen de lejos; se usaron tanto en la España republicana como en la franquista, e incluso durante la Guerra Civil hubo corridas de toros por ambas partes; unos toreros levantaban el brazo y otros el puñito, y lo pagarían con mucho aceite de ricino y algún exilio, o cosas peores. A García Lorca lo fusilaron con un banderillero.
Siento hacia los pasodobles una relación sadomasoquista. Los detesto pero al tiempo reconozco que tienen algo racial. Se bailan, o se bailaban, agarrao y a paso de marcha de infantería. Pocas cosas había tan populares como la infantería, la tropa, cuando las revoluciones también las hacían los soldados. Ortega y Gasset, un aristócrata frustrado, cuando quería poner un ejemplo de simpleza irracional solía usar la coletilla “esto no es como en infantería, esto exige una explicación”. Sin embargo el pasodoble ha sido sin duda alguna el baile más popular de España; todos los grandes autores de sardanas compusieron pasodobles. Bastaría citar al legendario “Pep” Ventura, catalán de Alcalá la Real, allá por Jaén, o Josep Maria Tarridas, del Maresme, popularísimo compositor de Islas Canarias en 1935.
No es extraño que película de sensibilidad tan exquisita como El Sur, de Víctor Erice, tenga una de sus escenas más conmovedoras en el baile de un pasodoble de 1930, nada menos que En er mundo, dedicado a la Feria de Abril sevillana por el gaditano Quintero Muñoz. No se nos da bien redactar necrológicas y por eso la ocasión pintiparada de relatar una biografía con final tan rotundo como la muerte, se convierte siempre en un ejercicio de embelecos. Una competición de loas al finado. Es el caso de esa mujer de tronío, Cayetana, luego catorce o diecisiete nombres de pila, un apellido exótico Fitz-James Stuart, el de su padre, Jacobo, duque de Alba, diplomático al estilo antiguo, cortesano. Una fortuna basada en bienes inmuebles palaciegos, la tenencia de tierras no muy productivas y los tesoros artísticos. Aunque se tratara de un Grande de España exigía muchos gastos, no precisamente tributarios sino del mantenimiento de la Casa Ducal de Alba.
Lo tuvo muy claro con su hija única, huérfana de madre desde los 7 años. La casó a los 21 con hombre rico y aristócrata -por ese orden-, Luis Martínez de Irujo. La boda, en la catedral de Sevilla, fue el segundo gran espectáculo sevillano de Cayetana. El primero, su puesta de largo, con dos mil invitados. La España de los 40 se quedó de un pasmo ante aquellas exhibiciones de boato. Estábamos todavía en el menesteroso Imperio del racionamiento y el estraperlo. Si se casó en octubre, al año justo, el primer hijo, y luego otros cinco, todos varones menos la última.
Desde que en 1953 falleciera su padre, Jacobo, XVII duque de Alba, en Lausana, se convirtió en la duquesa. Con la muerte de su marido, unos años más tarde, en una clínica de EE.UU., pasó a disponer de unos 40 títulos aristocráticos, y lo que es más importante, de una fortuna incalculable, incluso para el fisco, porque es sabido que no tributaba ni el 99% de su patrimonio. En fincas, 34.000 hectáreas que la convirtieron en la mayor beneficiaria española de las ayudas a la agricultura de la Comunidad Europea. Algunos cortesanos graciosos solían decir que desde Cádiz a Biarritz se podía cruzar España sin salir de las propiedades de Cayetana, incluso haciendo excursiones a las islas.
Hizo siempre lo que su real gana dispuso. Primero fue el baile flamenco con maestro tan afamado como Antonio, el bailarín por excelencia de los años del cólera y cuya lengua tenía tanta percusión como sus tacones. Aunque su inclinación por los faralaes la mantuvo toda la vida -para quien no sepa lo que son tales aditamentos del traje de baile femenino les recuerdo que Ortega y Gasset dedicó varias páginas a exaltar los faralaes como parte del espíritu de Andalucía y de España entera, y olé-. Luego hizo sus pinitos en la pintura con maestro joven y garboso, hoy harto olvidado, Fernando Calderón.
Sería casualmente la música clásica, que como casi todo en la vida le importaba un ardite -que diría un Alba antiguo-, la que habría de cambiar su trayectoria. De reina del folklore y los abalorios del papel couché, que dejó para sus hijos, pasó a tratar con el mandarinato de la cultura y la inteligencia durante los años de la transición. Casó para sorpresa de propios y extraños con Jesús Aguirre, a la sazón director general de Música y Danza, que por eso de las inclinaciones españolas hacia el respeto rancio se le considera un ex jesuita. Nunca fue jesuita Aguirre, ejerció de cura a secas; lo mismo que el metafísico Xavier Zubiri, otro al que se le coloca en la misma pertenencia. Aquí reverendísimos padres de la Compañía de Jesús lo fueron el político Xavier Arzalluz, el filósofo Javier Sádaba y el historiador Santos Juliá, entre otros.
No quiere decir esto que Cayetana de Alba no conociera de antes a la crema de la intelectualidad, como precisaba el chotis, sino que fuera de alguna excepción, como su psiquiatra, Castilla del Pino, casi todos estaban ligados a mundos antiguos. Hay que decir en su honor que tratándose de persona que probablemente no había leído nunca más que en el colegio y en inglés, tenía un ojo especial para la pintura, del que no gozaba, a su pesar, el que sería su segundo marido, Jesús Aguirre, buen lector e insensible, a su pesar, para la música -fue director general del gremio- y la pintura -coleccionaba telas de Bardasano-.
Se repite a menudo la cándida boutade de Hemingway, un gringo derrochón, cuando respondió al siempre acomplejado Scott Fitzgerald que los ricos eran como nosotros pero con dinero. Se equivocaba, los ricos son diferentes, en primer lugar porque tienen mucho dinero. Y esa es la diferencia entre Cayetana, Jesús Aguirre o cualquier pringao que se acercara a ella. Lo cual no quiere decir que los ricos muy ricos no se puedan enamorar de un pobre muy pobre, pero nunca será ya lo mismo. Él siempre aparecerá como un trepador que supo embaucar a dama de fortuna, y ella no perderá nada sino al contrario, entenderá cómo poco a poco el humilde fámulo se va haciendo más conservador hasta convertirse en más duque de Alba que su difunto padre, hombre fundamental para entender lo que fue el franquismo y al que sirvió durante la guerra y la posguerra.
Castizo viene de casta y el rey de los pasodobles castizos es sin duda alguna España cañí, una pieza compuesta el año de la dictadura de Primo de Rivera (1923), por un aragonés de Calatayud, bilbilitano se decía, Pascual Marquina, que habría de estudiar en el Conservatorio de Barcelona. Confieso que escuchar España cañí me pone de los nervios, pero me pasa lo mismo cuando muere persona tan principal y tan necesaria de abordar con cierta ironía, sarcasmo y hasta si nos dejan, crítica biliosa, como es el caso de Cayetana de Alba, y que nos hayamos de contentar con esa estrofa inefable del pasodoble de marras.
Porque España cañí tiene varias letras. Prefiero la horrenda del original que le pusieron en 1931, con la República, que no los pastiches posteriores: “Esta España de mujeres bellas, con fuego en los ojos, que encienden pasiones”. Las exhibiciones mortuorias de vasallaje que se le dedicaron a la gozosa Cayetana me la recordaron. Otra educación sentimental oculta y vergonzante.
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