sábado, 2 de julio de 2016

Locos por los libros raros y caros

Por  José F. Leal 

Fuente: El Mundo 
Fecha: 23/4/2006


Exquisitos, celosos, fetichistas y dispuestos a dejar energías y fortunas con tal de conseguir lo que han estado buscando, en muchos casos, durante años. Los bibliófilos españoles no presumen en público de sus logros; sólo lo harían para dar envidia a un competidor. Magazine visita a cinco de nuestros principales coleccionistas y hojea sus mejores joyas literarias. 



Cuenta Umberto Eco que todo coleccionista de libros sueña de manera recurrente con una viejecita que, por necesidad, acude a él con la intención de desprenderse de un viejo libro. El bibliófilo recuenta las líneas de algunas páginas y comprueba que, efectivamente, suman cuarenta y dos y que se trata de una de las biblias de Gutenberg, el primer libro impreso de la historia, en 1454. Sigue soñando, para "calcular que a la viejecita le quedan pocos años de vida y que necesita de curas médicas. Por ello, decide ahorrarle el encuentro con un librero deshonesto, que quizá le daría sólo minucias, y le ofrece, en cambio, 100.000 dólares, con los cuales ella, extasiada, renovaría su vestuario hasta el día de su muerte y él conseguiría así un tesoro para la propia casa". Por una sola hoja de la Biblia Sacra Mazarinea, recientemente se han llegado a pagar 18.000 euros.

"De ésos, bibliófilos apasionados y entendidos, en España se cuentan con los dedos de las manos", afirma Luis Bardón, quizá el librero de mayor prestigio patrio. Antes de la Guerra Civil, su padre tuvo en su poder las dos partes de la primera edición de El Quijote, que acabó vendiendo, claro, aunque no dice a quién. "Tardó bastante tiempo en venderlas, ya que su precio rondaba las 150.000 pesetas y con ese dinero entonces se compraba un edificio de la Gran Vía", afirma. Actualmente se conoce el paradero de 23 ejemplares de aquella edición princeps —la primera de todas— de Juan de la Cuesta, la mayoría en manos de instituciones. Si alguno de ellos saliera al mercado, alcanzaría un precio cercano al millón de euros.

Exquisitos, pero también celosos, fetichistas, amantes de lo raro, de la pieza de culto... Así son los coleccionistas de libros. Por tradición, el mercado español es más pequeño que el británico, el francés o el ita-liano, y está muy limitado a las publicaciones nacionales, cada vez más escasas, ya que muchas acaban en bibliotecas de organismos públicos.

También viene de lejos su condición de profesionales liberales. Desde el siglo XIX —sobre todo a raíz de la desamortización eclesiástica de 1836, cuando se formaron grandes bibliotecas privadas—, abogados, políticos y empresarios han competido con la nobleza en su afán coleccionista. Lo fueron, entre otros, Godoy, Agustín Durán, Vicente Salvá, Bartolomé Gallardo o Menéndez Pelayo. También fueron grandes bibliófilos el Conde Duque de Olivares, los duques de Medinaceli, de Osuna, de T’Serclaes, y su hermano, el marqués de Jerez de los Caballeros, que en 1902 vendió la mejor colección privada del momento al magnate norteamericano Archer M. Huntington —que a la par adquirió parte de la colección de Cánovas del Castillo, dueño de 30.000 libros—, lo que provocó cierta alarma social entre los intelectuales españoles. Huntington tuvo que prometer a Alfonso XIII que no expoliaría el patrimonio bibliográfico español y, al cabo de dos años, fundó la Hispanic Society of America.

Hoy han tomado el relevo académicos como Arturo Pérez-Reverte, comprador muy activo, que hace honor a su personaje de El Club Dumas, personalidades como Javier Gómez Navarro, Enrique Múgica, Herrero de Miñón o la familia March; pero también profesores de universidad, letrados, notarios, empresarios..., figuras desconocidas para el gran público, todas masculinas, como el constructor Joaquín González Manzanares, el profesor Manuel Ruiz Luque, Javier Krahe —ingeniero y primo del artista del mismo nombre—, el consultor Luis Caruana o el abogado Javier Cerezo.

Personalidad. Cierto bibliófilo colocó en todos sus volúmenes la leyenda "Antes prefiero ser destruido o quemado, que dejado o prestado". Como cualquier comunidad, la bibliófila comparte unas reglas y unas leyes no escritas. La envidia sana y los celos están a la orden del día, hasta el punto de llamarse entre ellos para comunicar un nuevo hallazgo. Nunca presumen ni fanfarronean ante los profanos y jamás revelan el precio de su última adquisición si no se trata de una ganga. Parte del disfrute estriba en poseer una pieza que otro bibliófilo desea. "Tenerla en casa, tocarla, olerla, mirarla, disfrutarla como una joya. Y si, además de bella, el tema es interesante, se disfruta muchísimo más", afirma Luis Caruana, economista valenciano, uno de los más apasionados coleccionistas actuales, quien asegura que, sin duda, "hay placer en leer a Bocaccio, a Petrarca o a Séneca en las primeras ediciones castellanas del siglo XVI, impresas en tipografía gótica". Quizá por ello, el periodista franquista César González Ruano anotó en su Diario íntimo: "Los libros se huelen y, aparte de esto, pueden o no leerse luego".

Jamás se compra un libro sin conocer su precio y estudiarlo antes; sin revisar hoja por hoja, en busca de lo extraordinario; sin comprobar que estén todas las páginas, que pueden estar planchadas, solapadas o falsificadas. El valor de un libro depende de muchos factores; para empezar, de su estado de conservación y de la cadena de anteriores propietarios. Gracias a un ex libris, a una dedicatoria o a un escudo de armas impreso, se sabe que estuvo, por ejemplo, en manos de reyes como Carlos III o Carlos IV. Incluso si llevan la marca de un gran bibliófilo que marcó una época, como Salvá o el marqués de la Cortina, es una prueba irrefutable de que el fetichismo no distingue entre objetos coleccionables, aunque, en el caso de los libros, es un fenómeno más común fuera que dentro de España.

Un bibliófilo que se precie contará en su biblioteca con los cuatro tomos de la edición de El Quijote de 1780, el más bello de todos los impresos; el Salustio (1784) —como el anterior, salido de la imprenta de Ibarra—, y la Historia de España del padre Mariana (1751). También es común que cada uno se especialice en una temática concreta —tauromaquia, cartografía, leyes, náutica, el gótico—, una época histórica o una zona geográfica e, incluso, un autor, ya que los hay que sólo coleccionan obras relacionadas con Shakespeare o Picasso impresas por Aldo Manuncio o la familia Elzevir.

Ni compran colecciones enteras, ni duplican ejemplares. Tampoco prestan sus libros y mantienen una relación de confianza con un limitado número de libreros. En sus estanterías, priman las rarezas y las obras que marcaron una época, como el Liber Chronicarum, primera gran empresa editorial del mundo, una historia de la Humanidad escrita por Hartmann Schedel, en Nuremberg en 1493, con 1.800 grabados; o la colección de atlas del mundo, Atlas Maior, del holandés Johanes Blaeu, del siglo XVI.

No todos, pero sí los más minuciosos, dedican horas a conservar sus libros, metiéndolos en bolsas para asfixiar a las polillas y protegiéndolos del sol y del aire. "Señora, hay un libro en el congelador, ¿qué hago?", recuerda Lola Narváez, esposa de Caruana, que le comentó una vez su asistenta. El frío es la fórmula ideal para acabar con los bibliófagos. Pero el enemigo número uno de los libros es la humedad —que se regula con un humidificador— y, tras ésta, la luz intensa y los insectos, que surgen con la quietud o el abandono y la oscuridad.

Mercado. Raro es que un gran coleccionista adquiera una obra fuera de una subasta, una testamentaría o el medio centenar de anticuarios que hay en España. Atrás quedan los años en los que el Rastro o la Cuesta de Moyano, en Madrid, eran fuente de tesoros ocultos. "El interés por el libro es local, pero los libreros acudimos a casas de subastas de todo el mundo para traerlos", señala Susana Bardón, que ha seguido los pasos de su padre. Sotheby’s, Christie’s, Pierre Bergé, El Remate..., los grandes subasteros ingleses, norteamericanos, franceses y españoles son los que ofrecen estas delicias para bibliófilos: obras impresas, manuscritos, códices, pliegos...

Pero en esta canalización del mercado del libro influyen también la necesaria transparencia y la legalidad de las adquisiciones. Los fraudes no son comunes pero existen. Hace dos años, la Guardia Civil recuperó 249 libros impresos entre 1450 y 1800 —12 de ellos incunables, es decir, impresos antes de 1501, en los primeros 50 años desde la invención de la imprenta—, supuestamente sustraídos del Seminario de Cuenca. La mayoría de ellos habían sido comprados en la casa de subastas madrileña Durán y estaban ya en las vitrinas de sus honestos compradores, ajenos al supuesto hurto. Una de las obras, Grandezas de la Monarquía Española, editada en el siglo XVI y adquirida por el PSOE, había sido entregada como regalo al Príncipe Felipe con motivo de su boda. Tras el enlace, el grupo político, abochornado, tuvo que solicitar a la Casa Real la devolución de la valiosa pieza para entregarla a la Guardia Civil, que aún la retiene en su poder.

Los libreros afirman que de seis años a esta parte, la carestía de libros ha elevado notablemente su precio. "Los precios no tienen nada que ver con los de hace 10 años", afirma Javier Gómez Navarro, el principal coleccionista español de libros sobre viajes. Internet contribuye a igualar los precios entre los países mientras que el año Quijote, celebrado en 2005, revitalizó el sector y lo abrió más allá del ámbito del coleccionismo. "El año pasado compramos tres colecciones cervantinas", señala Bardón.

Un manuscrito perdido de una fuga de Ludwig van Beethoven — descubierta hace más de un siglo— se vendió en Londres, hará unos tres años, por 1,47 millones de euros. En París, la casa de subastas Pierre Bergé remató en 520.000 euros una carta impresa que informa de la llegada de Colón a España. Una primera edición impresa de Los Caprichos, la primera serie de grabados de Goya, se vendió en París por 320.000 euros. Queda claro que la pasión de coleccionista es cara, de ahí que, irónicamente, algunos bibliófilos afirmen que la fiebre del libro no dura eternamente.


Javier Gómez Navarro

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