Por J.O.
Fuente: La Razón
10/1/2015
Los libros se han quemado, censurado, prohibido y escondido a lo largo de la historia. El conocimiento siempre se ha castigado, como recuerda el Génesis –Adán y Eva fueron expulsados del Edén por comer la única fruta prohibida del Paraíso: la manzana del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal–. Existe una larga relación, desde la antigüedad hasta hoy, de títulos que han padecido persecución y han sido destruidos por diferentes motivos o causas, desde las políticas hasta las religiosas. Puede citarse una masiva destrucción de escritos en la China en el siglo III a. C. y otra del emperador Diocleciano en el III d. C. Pero un hecho relevante, por desarrollarse en pleno Renacimiento, en medio de una recuperación del pasado grecolatino y el desarrollo de las ideas humanistas, acaeció a finales del siglo XV, cuando Giacomo Savonarola no dudó en prender hogueras en Florencia y arrojar al fuego docenas de impresos por considerarlos inadecuados para la moral. Un precedente que encontraría su exacta réplica en la Santa Inquisición y el Índice de Libros Prohibidos. Una negra nómina que nació en 1564 y afectó a obras de origen científico, literario y filosófico. Con anterioridad, ya se habían producido persecuciones. Carlos V condenó las obras de Lutero y el erasmismo fue objeto de censura. Pero estos prolegómenos sólo serían un negro augurio de lo que sobrevendría cuando la Iglesia comenzó a incluir cientos de títulos y manuscritos en su «Index» (su última edición es de 1948, pero fue Pablo VI quien lo suprimió).
Desde el siglo XVI hasta el XIX, los libros, como sus autores (algunos de los cuales lo pagaron caro), han sido considerados peligrosos. Unos por enunciar reveladoras propuestas astronómicas, como le sucedió a Galileo, y otros, por insinuar teorías evolutivas, como ocurrió con «El origen de las especies», de Darwin, que resultó censurado. La centuria pasada, con sus avances sociales y tecnológicos, parecía más prometedor, pero tampoco ha sido una centuria propicia para la letra escrita. Los totalitarismos escrutaron con minuciosidad las páginas que salían de las imprentas. La Unión Soviética cerró librerías, desmontó bibliotecas y condenó a docenas de escritores a la cárcel, la muerte o el silencio: «Vida y destino», de Vasili Grossman, que tanto éxito tiene ahora, escapó del más trágico de los olvidos por poco, y «Doctor Zhivago», de Pasternak, se editó en Europa gracias a Giangiacomo Feltrinelli.
Las hogueras de Reich.
Pero la imagen del trágico destino de los libros en el siglo XX la aportó la Alemania nazi. En 1933, el Tercer Reich ordenó levantar unas inmensas hogueras en las que ardieron ejemplares de Stefan Zweig, Bertolt Bretch, Kafka, Joseph Roth, Ernest Hemingway o John Dos Passos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Yugoslavia nos dejaba otra prueba de lo que llega a hacer el odio en las imágenes del incendio de la biblioteca de Sarajevo. En todo este tiempo, las páginas impresas han continuado desencandenando agrias polémicas. «Lolita», de Nabokov, provocó un inmenso alboroto entre los más pudorosos y una oleada de comentarios de toda clase se vertieron sobre la novela.
Pero la memoria recuerda mejor otros casos más recientes. Imposible omitir «Los versos satánicos», de Salman Rushdie. El autor, como consecuencia de la publicación de esta obra, vivió durante años escondido y amenazado de muerte por la «fatwa» lanzada por el régimen de Irán. No ha sido el único escritor que ha pasado, o que pasa en este caso, por un trance semejante. Roberto Saviano, por «Gomorra», un libro que desnudaba a la mafia italiana, ha pagado con una reclusión sin fecha y vigilancia policial permanente que su investigación se convirtiera en un «best seller». La Cosa Nostra puso inmediatamente precio a su cabeza, algo que volvió a subrayarse con su siguiente ensayo: «CeroCeroCero». Que los libros continúan siendo incómodos lo demuestra la última propuesta de Martin Amis: «The Zone of Interest». El autor de «Experiencia» ha recurrido al humor para describir el horror de los campos de exterminio. Una idea que le ha valido un número indeterminado de críticas y que alguna de sus editoriales habituales hayan optado por retirarle su apoyo. Amis siempre ha resultado un autor controvertido, incluso se le ha tildado en el pasado de misógino por expresiones incluidas en sus obras de ficción. Las opiniones sobre política y sobre el islam de Oriana Fallaci la convirtieron en diana de muchas críticas, y la reportera Anna Polit-kówskaya, que denunció las atrocidades de la guerra en «Chechenia», fue asesinada en Rusia por su oposición a este conflicto y por denunciar los crímenes que se cometían en él. Un último caso es el de Michel Houelle-becq, un autor que nunca ha estado alejado del centro de las críticas, desde «Las partículas elementales» hasta «Plataforma», donde abordaba el turismo sexual en Tailandia. Su nuevo libro, «Soumission», ficciona sobre la posibilidad de un presidente musulmán en Francia. Le han tildado de islamófobo y de apoyar a la extrema derecha.
«Gomorra» (2006), de Roberto Saviano
«El barrio Tercer Mundo está rodeado por miles de hombres entre policías y carabineros. Un barrio enorme, cuyo sobrenombre, así como la pintada que hay en una pared al principio de la calle principal (“Barrio Tercer Mundo, no entréis”), ofrece una imagen clara de su situación. Se convierte en un gran despliegue mediático. Después de este blitz, Scampia, Miano, Piscinola, San Pietro a Paterno y Secondigliano serán territorios invadidos por periodistas y equipos de televisión. La Camorra vuelve a existir después de años de silencio. De repente. Pero los instrumentos de análisis son viejos, viejísimos, no ha habido una atención constante. Como si se hubiera congelado un cerebro hace veinte años y descongelado ahora. Como si nos encontráramos frente a la Camorra de Raffaele Cutolo y las dinámicas mafiosas que llevaron a hacer volar las autopistas y matar a los jueces.
Actualmente todo ha cambiado, salvo los ojos de los observadores, expertos y menos expertos. Entre los detenidos está Ciro Di Lauro, uno de los hijos del boss. El contable del clan, dice alguien. Los carabineros derriban las puertas, cachean a la gente y apuntan con los fusiles a los chiquillos. La única escena que consigo ver es a un carabinero gritándole a un chiquillo que lo apunta con una navaja:
—¡Tírala al suelo! ¡Tírala al suelo! ¡Vamos, rápido! ¡Tírala al suelo!
El chiquillo la deja caer. El carabinero aparta la navaja de una patada, y al chocar el arma contra una pared, la hoja se mete en el mango. Es de plástico, una navaja de las Tortugas Ninja. Mientras tanto, los militares vigilan, fotografían, se mueven por todas partes. Decenas de fortines son abatidos. Echan abajo paredes de cemento armado levantadas en los sótanos de los edificios para hacer depósitos de droga, derriban las verjas que cerraban tramos enteros de calles para organizar los almacenes de droga».
«Soumissión» (2014), de Houellebecq
«Durante todos los años de mi triste juventud Huysmans había permanecido para mí como un compañero, un amigo fiel: jamás experimenté una duda, jamás fui tentado de abandonar o de guiarme hacia otro tema; entonces, una tarde de junio de 2007, después de haber esperado mucho tiempo, después de haber aplazado tanto e incluso un poco más que no era admisible, presenté delante del jurado de la universidad Paris IV –Sorbonne mi tesis doctoral: Joris-Karl Huysmans o la salida del túnel. Desde el día siguiente por la mañana, (o puede ser desde la misma noche, no lo puedo asegurar, ya que la noche de mi defensa fue solitaria y muy alcoholizada), comprendí que acababa de archivar una parte de mi vida y que era probablemente la mejor. Es así que en nuestras sociedades occidentales y social-demócratas, de todos aquellos que terminan sus estudios, la mayoría no los toman o al menos inmediatamente de una manera conscientes, bien sea hiptonizados por el deseo de dinero o también puede ser por el consumo en el caso de los más primitivos, aquellos que han desarrollado la adicción más violenta a ciertos productos...».
«Los versos satánicos» (1988), de Salman Rushdie
«Se ve a sí mismo en el sueño: no un ángel impresionante, sino un hombre con su ropa de calle, las prendas heredadas de Henry Diamond: gabardina y sombrero gris sobre unos pantalones excesivamente grandes sujetos por tirantes, un jersey de pescador y una camisa blanca holgada. Este Gibreel del sueño, tan parecido al de la vigilia, está temblando en el retiro del Imán, cuyos ojos están blancos como las nubes. Gibreel habla en tono quejumbroso, para disimular el miedo. «¿Por qué insistir con los arcángeles? Deberías saber que esos días ya pasaron.» El Imán cierra los ojos, suspira. La alfombra tiende largos tentáculos peludos que se enredan en torno a Gibreel sujetándolo con fuerza. «Tú no me necesitas —insiste Gibreel—. La revelación está completa. Déjame marchar.» El otro mueve la cabeza y habla, pero sus labios no se mueven, y es la voz de Bilal la que llena los oídos de Gibreel, a pesar de que no se ve el altavoz, ésta es la noche, dice la voz, y tú tienes que llevarme volando a Jerusalén. Entonces el apartamento se esfuma y ellos están de pie en el tejado, al lado del depósito del agua, porque el Imán, cuando desea moverse, puede permanecer quieto y hacer que el mundo se mueva alrededor de él. Su barba ondea al viento. Ahora es más larga; si no fuera por el viento que la hace tremolar como pañuelo de gasa, le llegaría hasta los pies; tiene los ojos rojos, y su voz pende del cielo. Llévame. Gibreel arguye: Por lo visto, no me necesitas para nada; pero el Imán, con un solo movimiento de asombrosa rapidez, se echa la barba sobre el hombro, se sube la falda enseñando dos piernas flacas con una capa de vello casi monstruosa, da un gran salto en el aire de la noche, hace una voltereta y se instala sobre los hombros de Gibreel, agarrándose a él con uñas convertidas en largas y curvadas garras. Gibreel siente que se eleva hacia el cielo, portando al viejo del mar, el Imán cuyo cabello crece a ojos vista flotando en todas las direcciones y cuyas cejas son como gallardetes al viento. Jerusalén, ¿por dónde cae?, se pregunta. Pero es que, además, es una palabra muy resbaladiza, Jerusalén, tanto puede ser una idea que un lugar: una meta, una ilusión».
Truffaut rodó «Fahrenheit 451»,
basada en la ficción de Ray Bradbury
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