Por Robert Chandler
Fuente: Letras Libres
Febrero 2007
Corresponsal de guerra, cronista de la batalla de Stalingrado y uno de los
primeros difusores del terror del Holocausto, Vasili Grossman es, además, autor de una novela de vuelos tolstoianos que es un magistral retrato de la Rusia de aquellos años: Vida y destino. Su “descubrimiento” y difusión han sido tardíos. Robert Chandler hace el retrato de un escritor indispensable.
Es fácil que un traductor exagere la importancia de la obra en la que está trabajando. A principios de los años ochenta, mientras me encontraba traduciendo Vida y destino -----–la novela épica de Vasili Grossman sobre la Segunda Guerra Mundial y el totalitarismo–, estaba convencido de que se trataba de una obra extraordinaria. Sin embargo, a medida que transcurrían los años y poca gente, tanto en Rusia como en Occidente, parecía prestarle atención, empecé a dudar de mi valoración. Fue toda una alegría, por lo tanto, releer la novela el invierno pasado, por primera vez en veinte años, y darme cuenta de que había subestimado la grandeza de Grossman. Vida y destino no es sólo un libro valiente y sabio, sino que está escrito con una sutileza chejoviana.
Collins Harvill publicó mi traducción de Vida y destino en 1985. Las reseñas fueron positivas en su mayoría, pero las ventas resultaron decepcionantes, especialmente a la vista de que había sido un éxito editorial en Francia; uno de los temas centrales de Grossman -–la identidad del fascismo y el comunismo– era claramente un asunto más acuciante en un país en que el comunismo contaba todavía con una fuerza política significativa. Y hubo críticos ingleses que consideraron que Grossman era aburrido. Anthony Burgess, por ejemplo, pareció irritarse por la opinión de George Steiner de que “novelas como La rueda roja de Solzhenitsin y Vida y destino eclipsan todo lo tenido por ficción seria en Occidente al día de hoy”. Burgess acusó a Grossman de falta de imaginación, algo sorprendente que atribuir a un escritor capaz de describir tan convincentemente los últimos momentos de un niño muriendo en una cámara de gas nazi.
Cuando Igor Golomstock, el crítico de arte emigrado, me mostró por primera vez un ejemplar de la edición rusa original de Vida y destino, publicado en Lausanne en 1981, y me sugirió que tratara de persuadir a algún editor para que la tradujera, me reí. Yo no leía libros de esa extensión, dije, y no digamos ya traducirlos. Un mes más tarde, Igor me dio los textos de cuatro programas de radio sobre la novela que había hecho para el servicio ruso de la BBC. Para mi sorpresa, me cautivaron, y no tardé en ponerme a traducir un capítulo de muestra. El inmenso número de personajes y argumentos secundarios hacía que Vida y destino pareciera desalentadora, pero una vez empezada la lectura, su claridad y su compasión la hacían muy accesible.
Grossman es en muchos sentidos un escritor de la vieja escuela, y quizá por esa razón los críticos literarios han mostrado escaso interés por él. Durante muchos años, fueron los historiadores –Antony Beevor y Catherine Merridale por encima de todos--– quienes afirmaron su importancia. La reciente traducción de Beevor de los diarios de guerra de Grossman (Un escritor en guerra, del que tomo diversas citas en este artículo) ha hecho más que nadie por llevar al escritor al gran público. Desde las publicaciones de los diarios el año pasado, las ventas de Vida y destino en Gran Bretaña han pasado de quinientos al año a quinientos al mes. Y en marzo, un artículo del Guardian de Martin Kettle halagando Vida y destino lo convirtió en poco tiempo en el segundo libro más popular de Amazon en el Reino Unido.
Grossman es un escritor metódico; nunca trata de deslumbrar al lector. De manera que tal vez sea apropiado que este reconocimiento le haya llegado sólo gradualmente. En todo caso, desde hace un tiempo, ha quedado claro que Vida y destino está encontrando su lugar en el mundo. Desde 2005, el centenario del nacimiento de Grossman, han salido a la calle dos nuevas ediciones de su clásico en inglés. Y en los años noventa se publicaron dos biografías en esa misma lengua: Vasily Grossman: The Genesis and Evolution of a Russian Heretic de Frank Ellis y The Bones of Berdichev de John y Carol Garrard. Esta última hace hincapié en la importancia de Grossman como testigo de la Shoah. Quizá no exista un lamento por los judíos de la Europa del Este más enérgico que la carta que Anna Semyonovna, un retrato en clave de ficción de la madre de Grossman en Vida y destino, escribe a su hijo y saca a escondidas de un pueblo ocupado por los nazis. La última carta, una obra representada por una sola mujer basada en esta carta, fue puesta en escena por Frederick Wiseman en París y Nueva York. Una versión rusa fue estrenada en Moscú en diciembre de 2005.
Grossman no sólo será recordado por su evocación del Stalingrado en guerra y por sus testimonios, periodísticos y de ficción, de la Shoah. También nos dejó el más vívido testimonio en la literatura mundial de la hambruna: su última obra mayor, la novela inacabada Todo fluye, incluye el relato de la terrorífica hambruna de Ucrania en 1932 y 1933. Es muy característico de Grossman que Anna, la compasiva narradora de este capítulo, esté implicada, como funcionaria menor del partido, en la implementación de medidas que exacerbaron la hambruna. No podemos evitar identificarnos con Anna y en consecuencia también nosotros nos sentimos culpables; Grossman no concede al lector el lujo de la indignación. Todo fluye incluye también la sátira de un juicio: el lector es requerido a pronunciar su dictamen sobre cuatro informantes. Los argumentos que Grossman da a la defensa y a la acusación son vívidos y alarmantes; como lector, uno cambia de parecer constantemente.
Grossman no es todavía ampliamente leído en la Rusia contemporánea. Los nacionalistas no pueden perdonarle una larga meditación, en Todo fluye, sobre “el alma esclava” de Rusia. Muchos rusos todavía no han tenido tiempo de digerir la inmensa cantidad de literatura previamente prohibida que fue publicada por primera vez a principios de los años ochenta. El escritor uzbeco Hamid Ismailov, por ejemplo, me ha contado que leyó tanto durante esos años que ya no era capaz de recordar quién había escrito qué. Y entonces, después del colapso del comunismo, los rusos fueron arrojados a un mundo tan desconocido y aterrador que tenían poco tiempo y energía para pensar en su pasado soviético.
Pero muchos otros grupos de lectores se están viendo ahora atraídos por Grossman: emigrados ucranianos, que lo aprecian por su escritura acerca de la terrorífica hambruna; judíos, que le aprecian por lo que escribió acerca de la Shoah; gente interesada por la historia de la Segunda Guerra Mundial y la relación entre el comunismo y el fascismo; periodistas, que lo consideran un corresponsal de guerra ejemplar. Es interesante que un reciente congreso europeo que conmemoraba el centenario del nacimiento de Grossman fuera celebrado en un centro católico de Turín y que varios de los escritores, críticos y periodistas que más admiran a Grossman --–Gillian Slovo, Martin Kettle y John Lloyd entre otros– sean ex marxistas. Tanto católicos como marxistas tienden a esperar del arte que no sólo sea una fuente de alegría, sino también que provea una guía moral y una mayor comprensión de la realidad.
Vasili Grossman (1905-1964)
Vida y destino; Vasili Grossman
El libro negro; Vasili Grossman
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