Por Santiago González
Fuente: El Blog de Santiago González
17/1/2015
Conocí en persona a José Luis Alvite en Santiago, su ciudad, pocos días después de aquellas elecciones que perdió Zapatero sin necesidad de concurrir. Era el 25 de noviembre de 2011 en un congreso organizado por la Asociación de Periodistas de Galicia al que me había invitado Arturo Maneiro.
Lo seguía desde que me encontré sus columnas en Diario 16 y me sentí fascinado por su desafío a las reglas del oficio. En ese diario y La Razón fue dejando día tras día la huella de un talento extraordinario con imágenes desbocadas y personajes atrabiliarios con los que poblaba paisajes inexistentes, como el mítico Savoy, lugar de hampones que él había elegido como protagonistas de unos relatos morales. El alma de Alvite anidaba en las oquedades que sirven de refugio a los perdedores inevitables, a seres humanos que vienen ya de serie con el fracaso estampado en la frente a modo de estigma o marca de fábrica.
Sin embargo, esa vocación de perdedor, sus apologías del fracaso no tienen tanto que ver con sus circunstancias personales, como con su voluntad y su carácter. Nieto, hijo y sobrino de periodistas, -su padre y su tío tienen calle a su nombre en Santiago, la Rua dos Irmans Rey-Alvite-, dejó caer la primera parte de su apellido, quizá para ejercer su oficio sin el peso de la tradición. Durante 33 años compartió el columnismo con el oficio menestral de cajero en Caixa Galicia, que ejerció entre 1976 y 2009, año en que se prejubiló.
A las columnas de Alvite se les agolpan las metáforas hasta hacer temer al lector por la integridad del párrafo. Tengo comparada su lectura con la inquietud que producen los primeros pasos de un hijo, haciéndonos temer tropezón y descalabro. Contra todos los temores, el párrafo siempre le salía limpio y airoso, con la solidez y elegancia de una catedral gótica. La coherencia que hace de cada columna una fábula recta escrita con renglones torcidos es la sintaxis, que, como ya dijo Valery, es una cuestión moral.
De esa imaginería descabellada salen definiciones hermosas: “En España, la idea de la patria no es una razonada conquista de la inteligencia, sino el feliz resultado de un desarreglo hormonal”. O apuntes biográficos capaces de suspender la credibilidad del lector en aras de una crítica política y/o social, como esta recomendación paterna: “Hay dos maneras de estropear la letra, hijo, la masturbación y el periodismo, así que tú verás”. Optó por el periodismo, “que sobre la masturbación tenía antes la ventaja de que no había que bajarse los pantalones”. Eran otros tiempos.
Durante la presentación en Madrid de Lilas en un prado negro, dijo a los asistentes: “yo siempre pensé que a mi entierro sólo asistiría gente en el caso de que durante mi funeral alguien sortease mi viuda y mi coche. Y nada más, amigos míos. Gracias por haber venido. En el peor de los casos, puedo aseguraros que mi amistad no produce cáncer.”
Justo un año después le diagnosticaban cáncer de pulmón y colon. Se despidió ordenadamente del oficio y los lectores mediante carta a Carlos Herrera y se recluyó a esperar en la penumbra tan invocada en sus columnas, cortando cualquier contacto con todos, salvo muy esporádicamente, con Rocío González, su musa y vínculo ocasional con el mundo de las cosas prácticas. Era un buen hombre y un genio. Tenía al morir 65 años.
José Luis Rey-Alvite (1949-2015)
Periodista español
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