Por Jorge Bustos
Fuente: JOT DOWN
28/12/2014
[Con mi agradecimiento a Arcadi Espada, a quien debo casi toda la bibliografía manejada en estos párrafos, y a Verónica Puertollano, que la tradujo].Fotografía: Milner Moshe, 1981 / The Israeli National Photo Collection / GPO.
Amigos, no es solo Ben Bradlee quien se muere. Digamos de una vez que la fiesta ha terminado.
Aunque veáis periodismo por todas partes, el periodismo en realidad está muerto. Lo que os llega a través del espacio es el brillo de una estrella que explotó hace algún tiempo, repartiendo su compacto y hermoso cuerpo mineral en millones de aerolitos cibernéticos que ya van cubriendo el sol y enfriando los cerebros. Nadie ha datado con precisión el gran estallido, pero podemos conjeturar algunas fechas.
En 1992, el director ejecutivo del Washington Post, un lucidísimo Robert Kaiser, viajó a Japón para reunirse con un sanedrín de gurús tecnológicos que le presentaron el concepto de ordenador personal y de red telemática, asegurándole que la interacción de ambos inventos cambiaría para siempre el periodismo. El mérito de Kaiser, excepcional en una industria que una década después aún se embolsaba un 30% de margen por el periódico de papel, fue creérselo y escribir un célebre memorándum de dos mil setecientas palabras en que enunció la conocida analogía de la rana:
Pones una rana en una olla de agua y la temperatura sube lentamente hasta que la olla hierve, pero la rana no saltará jamás. Su sistema nervioso no puede detectar los cambios leves de temperatura. El Post no es una olla de agua, y nosotros somos más inteligentes que la rana media. Pero nos vemos nadando en un mar electrónico donde podríamos acabar siendo devorados —o ignorados— como un innecesario anacronismo. Nuestro objetivo, naturalmente, es evitar hervirnos mientras prosigue la revolución electrónica.
Hoy la industria periodística es una charca de ranas nostálgicas que croan sus últimos estertores. Lo dramático no es la subida de la temperatura del agua, de la que estaban avisadas, sino que tampoco se salvarán saltando a tierra porque el termómetro en tierra tiende a cero: las condiciones (económicas) de vida anfibia en papel como en internet se recrudecen por igual. Se mire como se mire, la rana periodística está jodida. Quien le tenga asco a los batracios, aun metafóricos, puede pensar en un hámster: el roedor espídico que sigue corriendo en su mugrienta rueda para generar la mitad de contenidos con el doble de esfuerzo, con el triple de esfuerzo, con el cuádruple de esfuerzo, hasta entregar su alma generosa en el altar de una obsolescencia programada. Esa rueda equivale actualmente a las redacciones de los grandes diarios que aún siguen editándose, cada año con menor tirada, en inexorable proceso de consunción.
Años importantes para el agrietamiento de nuestra estrella fueron los del nacimiento de Google (1996), de Facebook (2004), de YouTube (2005) y de Twitter (2006). Cada uno de estos diabólicos hijos de su tiempo ahondaron en la subversión del principio por el que se había regido la institución periodística desde aquellas hojas venecianas del 1600: el carácter lineal, jerárquico y monopolístico de la producción de noticias y la pasividad del público. Podemos añadir a la serie histórica el 1929, momento en que se publicó La rebelión de las masas de Ortega; en todo caso, no ver que la crisis sistémica que va a terminar con el periodismo como institución civilizatoria responde al último coletazo del ideal romántico de emancipación, de ruptura con las nociones clásicas de autoridad y conocimiento, es desconocer la órbita exacta que hoy describe nuestro mundo.
Pero quizá la fecha más terrible, cuyo impacto aún está por determinar, es la de 2010, año en que por primera vez un robot llamado Suzette logró superar el test de Turing. Alan Turing, teórico de la inteligencia artificial (IA), estaba obsesionado con la lucha del hombre contra la máquina, pero no para dejar bien sentada la superioridad del primero sobre la segunda sino para buscar las tablas, o incluso la victoria de Terminator. Un juez aislado de la sala en la que se miden hombre y robot les dirige una serie de preguntas y debe distinguir por sus respuestas cuál de las dos inteligencias es artificial. En 2010, fecha fundacional en una era futura de dominación mecánica, el juez confundió al robot con el hombre. Las empresas periodísticas, con ese instinto tan suyo para el delicioso suicidio en grupo, corrieron a investigar las aplicaciones de la IA —como si no bastara el minucioso proceso de jibarización educativa de los universitarios— y hoy ya se están desarrollando algoritmos capaces de ensamblar información en fracciones de segundo y de producir relatos de los acontecimientos que han superado el test de Turing (indistinguibles de un teletipo convencional) sin la intervención de un periodista. Estremecedor, querido becario.
Internet ha traído además otras muchas desgracias. La lógica fundamental de internet consiste en la reproducción digital y universalmente disponible: no divide a sus usuarios en artesanos y consumidores. En un genial artículo que el exeditor de Harper´s Magazine John R. MacArthur tituló elocuentemente «Los estafadores de internet saquean la industria cultural» (The Providence Journal, 2012), leo con emoción: «Internet no es más que una gigantesca fotocopiadora (…) ¿La información quiere ser libre? También la comida. Pero los agricultores no son tan estúpidos como los editores y los periodistas». La gratuidad de los contenidos periodísticos —que se disputa con la guerra de Vietnam el trofeo a la decisión más superflua de la segunda mitad del siglo XX— y la incorporación al proceso de la iniciativa ciudadana se unieron para alumbrar el triste axioma según el cual crea más perturbación la abundancia que la escasez. Como sentencian C. W. Anderson,Emily Bell y Clay Shirky en su imprescindible aunque cuestionable ensayo Periodismo postindustrial: adaptarse al presente (Columbia Journalism School, 2012), «la llegada de internet no anunciaba un nuevo participante en el ecosistema de las noticias. Anunciaba un nuevo ecosistema, y punto».
Fotografía: Matthew G. (CC).
Paisaje después del estallido
El ecosistema mediático que estos tres autores auguran para fecha tan cercana como 2020 resulta escalofriante al modo del paisaje posnuclear descrito por Cormac McCarthy en La carretera; pero cuanto antes nos familiaricemos con el páramo chernobilesco, tanto mejor:
Más gente consumirá más noticias de más fuentes. Más de estas fuentes tendrán un sentido claro de su público, de sus temas particulares o de sus capacidades esenciales. Pocas de estas fuentes serán «de interés general»; aunque una organización pretenda producir una ingente colección de noticias al día, los lectores, espectadores y oyentes la desmontarán y distribuirán las partes que les interesen para sus distintas redes. Una creciente cantidad de noticias llegará a través de estas redes ad hoc, en vez de a través de un público leal a cualquier publicación particular.
Y esto es solo el comienzo. En cuanto a los espacios físicos, puede que algunas organizaciones financieras se permiten comprar y sostener unas pocas redacciones considerables, pero la mayoría de medios o agencias tendrán redacciones pequeñas y plantillas de manufactureros de noticias online a tiempo completo, nada de salir a la calle a pescar historias que eso es muy caro. Al mismo tiempo, participarán en la producción profesionales especializados: las noticias de sucesos las enlazará directamente la policía, las del tiempo los meteorólogos, y así. Se multiplicarán las organizaciones periodísticas sin ánimo de lucro, fundaciones que donen filantrópicamente su dinero a cambio no de hacer periodismo autónomo, arcadia previa al estallido estelar, sino de crear más entradas en la Wikipedia, u orientar los flujos de hashtags en Twitter, o editar monografías digitales sobre el cáncer de mama. Eso ayudará a crear más puestos de trabajo de periodista —llamémoslo «técnico de información online»—, pero pasará una goma sobre la fina línea de mina de carbón que separará el periodismo remanente de las relaciones públicas.
En el ecosistema mediático de 2020, la añeja pretensión de «marcar la agenda» producirá risa a todos los políticos —ya no solo a Rajoy— lo mismo que a los ciudadanos. De hecho, el propio concepto de «público», entendido como una gran masa interconectada de ciudadanos consumidores y movilizados por su ideología, habrá desaparecido, al propio ritmo de disolución de las últimas ideologías. No habrá una «prensa» que goce de prestigio entre un determinado «público», sino que más bien la oferta disgregada de firmas y secciones específicas seguirá ampliándose para satisfacer las demandas variopintas de muchos públicos solapados de diferentes tamaños.
En ese escenario, todas las redacciones se volverán más especializadas y cada vez importará más la marca personal y menos la institución o mancheta que la cobije. Cada periodista deberá especializarse al máximo para sobrevivir: sea en la técnica (minería de datos), sea en los contenidos (las antiguas secciones de los diarios), sea en las aptitudes humanas de infiltración y rastreo, sea en el tipo de personas que entrevistas o sea en el estilo lingüístico que dominas. Eso premiará al talento del trabajador, que será menos reemplazable que antes. Cada medio, mediano o pequeño, habrá identificado perfectamente su target y sus colaboradores necesarios. Y por supuesto Wikipedia y Twitter ejercerán de abrevaderos canónicos donde conocer la última hora y donde seguir al periodista-marca.
«El destino del periodismo en Estados Unidos está ahora mucho más directamente en las manos de los periodistas individuales que en las manos de las instituciones que los sostienen», concluyen los autores dePeriodismo postindustrial. Su prospección se realiza sobre territorio americano, pero si algo nos ha demostrado la historia es que todo lo que ha pasado en Estados Unidos ha acabado pasando aquí con unos años de retraso. Cada vez menor, por cierto, fruto igualmente de internet.
Así que el periodismo que viene lo harán cada vez menos personas y más algoritmos, menos humanistas y más especialistas, menos más y más menos, en general. En 2011, el histórico corresponsal político de The Atlantic,James Fallows, publicó en esta misma respetable revista un reportaje entre irónico y resignado sobre Nick Denton, el último chico malo de la escena periodística neoyorquina, fundador de Gawker Media, que aglutina una docena de webs vendidas lúbricamente al contador de visitas como Telecinco al share. Denton es alguien capaz de pagar a un tipo por quince fotos de un lío de una noche con una candidata al senado. Y publicarlo con titular a toda pantalla, claro.
A Denton la defensa solemne de la ética periodística se le antoja un resabio victoriano. No es ningún tonto —pasó por Oxford—, acumula perfiles inquisitoriales en las asediadas páginas del ancien régime y tiene las ideas muy claras: «¿Qué me molesta de los medios americanos? Por lo general los izquierdistas pomposos. Supongo que son útiles, pero son tan patéticos, con su interminable retorcimiento de manos. No saben cómo luchar». Fallows apostilla con sobriedad: «Sus empresas, y cómo las fundamenta, presentan una destilación del modelo al que tiende la industria periodística». Fallows viaja a la redacción de Gawker, suponemos que ataviado con reglamentario chaleco de safari, y saca el cuaderno de campo:
Cuando llegué, «Tu horóscopo podría haber cambiado» seguía liderando la gráfica para todos los sitios, pero iba en descenso, mientras que «La horrible vida de un empleado de Disney» estaba en segundo lugar, y subiendo. «Rata suelta en un vagón de metro de Nueva York trepa por la cara de un hombre», con un vídeo amateur de veintiséis segundos de, exactamente eso, fue el ítem líder en Gawker.tv (…) Dos semanas después de mi visita, mientras escribo este artículo, «¿Es Charlie Sheen bueno para la carrera de estrella del porno?» es el número uno. Vi más pantallas según caminaba por el área central del espacio, donde había más de cincuenta escritores jóvenes, sentados unos al lado de otros a sus ordenadores, como en una cafetería, en tres mesas grandes que ocupaban el largo de la sala. «¿Cuánto piensan los escritores en losrankings?», pregunté a Denton tras decir hola. «¡Vamos a preguntarles!», dijo, y fuimos a la esquina trasera de la sala donde trabajaban los escritores de Gawker.com. «Normalmente solo miro la pantalla cuando paso por ahí», dijo Brian Moylan. «Te haces una idea de lo que va a ser grande y de lo que no». Él y sus colegas coinciden en que la popularidad de una historia puede predecirse, pero solo hasta un cierto grado. «No puedes tener un hit cada día», añadió. Su estrategia: «Solo intento imaginarlo: si fuera a ir a una fiesta, ¿de qué querría hablar todo el mundo? Y de eso es de lo que querría escribir»
Gawker Media tiene éxito y por tanto tiene imitadores. Cuando entre todos sumen el éxito suficiente, el propio concepto de lo que sea noticia habrá completado una mutación. Es cierto que lo noticioso nunca fue una categoría ontológicamente sólida, y que se han abierto muchas portadas de periódicos respetables con las más burdas y privadas intenciones. Pero normalmente la comunidad mediática identifica y señala enseguida el bullshit, el cohecho o la amarillez. Siempre ha habido quien sustituía la cuestión hamletiana: «¿Es esto noticia?», por la cuquería: «¿Qué les interesa a mis seguidores?». Lo novedoso será la generalización de la impunidad respecto de esta operación sustitutoria, y el arrumbamiento del celo jerarquizante para consumo de un reducto de humanistas quejumbrosos. Si esto no pasa ya.
En un periodismo operado por la mentalidad de mercado y no por la aristocrática pretensión de ordenar el mundo, la delicada tarea de titular se convierte en una ciencia que aspira a la exactitud de la sismografía. Mejor: de la chismografía, más exacta de lo que parece. Denton aconseja no usar verbos, pues resumen antes de tiempo la historia. Tampoco es recomendable pasarse de listo: la ironía o el ingenio pueden matar una historia con gancho porque la masa oscurecida odia el molesto fogonazo de la brillantez. «No puede haber más de dos líneas en la home. Tus ojos no lo aguantarán. ¡Lo que quieres es el titular más tonto posible!», resume una redactora en la que, con toda probabilidad, no está inspirado ningún personaje del Sorkin de The Newsroom.
Y ahora zurzamos las rasgadas vestiduras. Denton dice que da a los americanos lo que quieren, no lo que deberían querer. Y en ese distingo antimoralista acierta de plano. La gente no ve documentales sino realities y yo mismo, que tiendo desde niño al abuso de la jeremiada intelectualista, voy a confesar ahora que en un día tonto habría pinchado en cualquiera de los titulares antecitados. Denton no es un simple: se graduó con una cobertura de las reformas políticas en la Europa oriental postsoviética. Y sus portales también ofrecen información seria —lo que él llama «las aburridas verduras» que deben completar el menú—, cuya cobertura encarga a voluntarios locales y financia a través de donaciones y mediante la publicidad online que atrae la parte apetitosa del bufet. Pero tiene claro que lo primero que haría si dirigiera la web del New York Times sería añadir un contador público a cada noticia. Y seguramente sería el mejor modo de probar la exacta equivalencia entre viejo periodismo y despotismo ilustrado.
Porque Fallows apunta con honestidad que la afirmación de que internet ha hecho más tonto al público y más pobre el debate podría no ser en absoluto científica. Aporta ejemplos sangrantes, como la cantidad de gente que en los sesenta estuvo dispuesta a creer que Lyndon Johnson había asesinado a Kennedy; o los seis millones de votos cosechados en 1980 por el senador independiente John Anderson gracias a su propuesta de enmienda constitucional para que fuera reconocida «la ley y la autoridad» de Jesucristo sobre los Estados Unidos; o las irresponsables coberturas de las guerras de Corea, Vietnam o la última de Irak, sin ir más lejos, cuyas coartadas justificó el mismísimo Times más acá de la duda razonable. «No es tanto que la vida pública americana sea más idiota. Es que hay mucho más de la vida americana que ahora es público», explica Jill Lepore, profesora de Historia en Harvard. La conclusión es sencilla: el público no ha empeorado sino que es igual de tonto que antes. Que siempre. Ni más ni menos.
La gran diferencia es que en el Antiguo Régimen el público reconocía su ignorancia y confiaba en la autoridad de un periódico para remediarla. Callaba y escuchaba. Concedía crédito no ya a las noticias sino sobre todo al sofisticado lenguaje del periódico de papel, con sus jerarquizaciones de tipografía y paginación, códigos largamente racionalizados por profesionales del relato de actualidad que más tarde la radio y la televisión verterían a sus formatos específicos sin traicionar las normas básicas del periódico, porque no hay otras mejores. Era una forma de colaboración interclasista muy sensata: el periodista procedía del pueblo pero ofrecía sus servicios como un déspota ilustrado, y el pueblo sellaba el pacto de credulidad o bien se cambiaba de periódico. Pero tuvo que inventarse la guillotina cibernética y las aristocráticas cabezas del viejo periodismo no paran de rodar, mientras la plebe graba el espectáculo con el smartphone y lo cuelga en YouTube. Y pone comentarios.
Londres, 2013. Fotografía: Corbis.
Se ha democratizado la publicación, qué duda cabe. La tecnología extiende la democracia, se dice. Y sin embargo en la decadencia del viejo periodismo alienta la paradoja democrática. Sabemos que el periodismo, en lo que tiene de revelación de intereses opacos e ilegítimos de la clase dirigente pública o privada, contribuye a regenerar el sistema. Ocurre que esas revelaciones exigen primero una investigación cara y técnica y después una exposición rigurosa y compleja, probablemente desprovista de vídeos de ratas trepando por la cara de nadie. Durante mucho tiempo el escándalo de corrupción ha coincidido con el interés de una comunidad lectora movilizada por un ideario, a su vez defendido por un periódico. Pero si la noción de público o target se está volatilizando para dejar paso a infinitesimales grupúsculos de hinchas, si el consumidor ya no forma la masa crítica suficiente como para contentar a los anunciantes que deberían financiar la quijotada del periodismo de investigación o del reportaje de campo, si la corrupción ya ni vende… ¿cuánta más deuda podrá asumir el editor comprometido con la política de su tiempo y país?
El antiguo lector aceptaba que sus intereses no siempre dictaban la pauta informativa del día, y más bien acudía al periódico para conocer justamente el lugar que merecían sus intereses en una tasación profesional. Así el lector se educaba: aprendía que está mal conceder contratos de obras a cambio de cajas de puros y aprendía a escandalizarse por ello. Ahora hasta el escándalo está perdiendo su inherente transversalidad, y una nación que no se escandaliza a la vez por lo mismo no está formada por ciudadanos sino por usuarios. Ese periodismo cada vez más «ciudadano», el periodismo de todos y para todos empieza justamente donde acaba el interés general. Así que cuanta más democracia, menos democracia. A eso le llamo yo la paradoja democrática.
El cese de Pedro J. Ramírez como director de El Mundo, último mohicano del modelo de periódico personalista, ofrece un hito indudable a la historiografía del Apocalipsis periodístico. Con Ramírez no acaban Rajoy y el rey, sino los usuarios que no pagan, los anuncios que no llegan, el poder que tampoco se apiada: todo a la vez. Pero desde luego su periodismo era imprevisible y traicionero, y ambas notas tan saludables en el oficio clásico se toleran cada vez menos en el invierno nuclear, cuando el búnker político se siente escasamente amenazado por las chabolas de un cuarto poder desharrapado, sus fuerzas dispersas por la atomización digital, su tropa hambrienta. El periódico personalista, el gran timonel al frente de un medio poderoso pertenece al pasado; por supuesto que el personalismo no puede desaparecer de una factoría irreprimible de egos como es el mundo de la comunicación, y de hecho crecerá a bordo de mil pateras altivas, pero se restringirá a la firma, al aporte individual, no al pilotaje de grandes buques traspasados de proa a popa por la voluntad de un capitán incontrolable.
Por cierto que uno mismo constata la atomización del consumidor internauta en su modestísimo quehacer cotidiano: la inmensa mayoría de mis seguidores en Twitter lo son porque acudo regularmente a la tele a hablar de fútbol, y también escribo regularmente sobre mi equipo, el Real Madrid, porque me gusta y porque vende (mucho) y uno tiene que comer; pero si con mis aplaudidas exégesis de Cristiano Ronaldo trato de colar a la parroquia algún enlace —¡gratis!— al ensayito de índole cultural que me llevó horas o a la crónica parlamentaria en que trato de homenajear la finura de Wenceslao Fernández Flórez, la respuesta en número comparado de retuits me aboca a una suave melancolía. Es el mismo fenómeno que otorgará siempre la victoria al entretenimiento sobre la información, pues el Homo sapiens sapiens, por mucho que se diga, tiende a la horizontal como gato de vieja. Y este es el modo en que Twitter, con sus seguidores ansiosos y vigilantes, se ha convertido en una forma de presión nueva y directísima sobre el escritor, que vacila entre el ideal insobornable y la autocensura complaciente so pena de perder feligreses.
Resignémonos por tanto a la próxima hegemonía del infotainment, que dicen los yanquis. No es que el periódico de papel se privase de pasatiempos, sopas de letras, fotos de coristas en corsé y poemitas cursis a cargo de la sobrina del editor. De hecho, no pocas de las grandes novelas del realismo decimonónico se publicaron por entregas en los diarios: así medio Dickens o Los hermanos Karamázov, cuya extensión se explica porque el buen Fiodor cobraba doscientos cincuenta rublos por folio (el mérito estriba en enrollarse con tan conmovedor sentido). Al cambio bastante más de lo que por mi más esmerado post cobro yo. En contrapartida, tengo la fortuna de no ser Dostoievski. Lo novedoso del infotainment que viene es que lo grave no estará separado de lo leve mediante inconfundibles efectos de maquetación: no se puede maquetar el mar. Y menos el mar picado de la red.
Concluyamos el canto de Casandra con las peores consecuencias que Fallows atribuye a este periodismo Denton en vías de predominio, y cito textualmente:
- Esta se convertirá en la era de las mentiras, la idiotez, y en una absoluta Babel de corazonadas, donde no habrá ningún árbitro fiable que pueda establecer la realidad o los hechos.
- Que los medios no cubrirán demasiado de lo que realmente importa, dado que se ven atraídos hacia el brillo del espectáculo del entretenimiento y alejados de las deprimentes realidades del Congreso, una capital africana, el sistema de colegios urbanos, los recortes.
- Que las fuerzas ya están pulverizando a la sociedad americana en un componente granular que crecerá con mucha más fuerza, mientras la gente se retira a sus propias y separadas esferas de información.
- Y que nuestra capacidad para pensar, concentrarnos y decidir se deteriorará, a medida que los sistemas mediáticos optimizados para la atracción de un solo golpe se vuelvan máquinas de distracción continua para la sociedad en su conjunto, haciendo que cada problema individual y colectivo sea más difícil de evaluar y responder.
Esto último sobre la creciente dificultad para concentrarse del urbanita contemporáneo, requerido por las alertas constantes de su móvil inteligente, me parece de hecho el enemigo más formidable que amenaza hoy al humanismo como actitud civilizada ante la vida, como museo menguante del arte y el pensamiento universal. No es ningún disparate augurar un recorte drástico del número de vocaciones literarias y de lectores de libros, objetos que como sabemos suelen superar los ciento cuarenta caracteres. Leer o escribir son esposas incompatibles con las putas ruidosas de Whatsapp y Twitter, si me disculpáis la expresión.
«La quiebra del periodismo diario impreso significará el fin de cierto tipo de existencia urbana cuasibohemia para miles de escritores brillantes de clase media, periodistas e intelectuales públicos que, hasta ahora, llevaban semiafortunadas vidas mentales», sentenciaba Michael Hirschorn en The Atlantic ya en 2009. En efecto, muchos intelectuales y artistas jóvenes se quedarán a media gestación de su talento, y muchos más que estaban destinados a consumir sus creaciones se cretinizarán irreparablemente en alguna red social como sempiternos minotauros banales. Así que las industrias de las artes y de las letras, como la del genuino periodismo —que siempre fue un producto intelectual que hacía concesiones al negocio, y no al revés— quedarán en este siglo XXI reducidas a presencias más o menos numantinas, aprovisionadas por mecenas compasivos y entidades interesadas en desgravarse. El público volverá a ser la élite: esas treinta mil personas que leen en España. Y bien mirado, ¿no puede todo esto significar un limpio retorno a los orígenes venecianos? ¿No debe el periodismo —como le ocurrirá pronto a la universidad— volver a dirigirse resueltamente al escueto estamento de la alfabetización funcional?