sábado, 6 de diciembre de 2014

Conferencia de Don Pancracio Celdrán Gomáriz

Sobre la lectura

Valladolid, 29 de Marzo de 2011



Una inscripción colocada por el faraón egipcio Ramsés II el Grande, también llamado
Osimandia, en la entrada de su biblioteca, decía: “El libro es medicina del alma”.

Una glosa posterior griega asegura: “Si lees lo que otros escribieron fruto de su aventura, tú serás aventurero con ellos. Si te emocionas leyendo lo que otros sufrieron y gozaron en su corazón, reirás y llorarás con ellos”. La lectura jalona los días de tu vida. Lo decía Cicerón: ‘Si tienes una biblioteca con jardín, lo tienes todo’.

Queridos amigos: yo no sé todas las cosas, pero sé donde está el libro que me lo cuenta.

Una de las clases más importantes que tuve a lo largo de mi carrera la impartía don José
Simón Díaz, el catedrático de Bibliografía y Metodología de la investigación Literaria en la Complutense; nos decía: “Hay que saber bandearse por las bibliotecas y los archivos, y hacerlo como el pez en el agua, de modo que tengamos siempre la posibilidad de informarnos”.

Sin un olfato entrenado para detectar la naturaleza y valía de un libro es difícil entrar en las librerías: Da miedo; sólo las novedades ya son inabarcables. Cientos, miles de libros salen de nuestras empresas editoriales cada semana y piden nuestra atención, nuestro interés y cuidadoNo es posible atender tanta solicitud, y como ha desaparecido la figura del librero que asesoraba antaño, y sustituidos por personas muy bien educadas, de cuidada presencia, pero de nula competencia libresca, NO HAY A QUIÉN PREGUNTAR. 


Es cierto que las buenas librerías están bien compartimentadas, y que se puede uno orientar al menos en una primera fase: Literatura, Historia, Filología, Lengua… PERO AHÍ queda todo. Luego vienen los títulos, los autores. En su mayoría no son conocidos…, (LO QUE NO ES BUENO NI MALO). Conviene leer las solapas para tener una primera noticia al respecto de la criatura escritora.

Uno se lleva grandes sorpresas: ingenieros escribiendo sobre toponimia, detectives escribiendo sobre el Refranero e incluso diccionarios de extranjerismos escritos por aficionados. Gente sin curriculum escribiendo sobre lo divino y lo humano. El libro es de tal importancia y exige de nosotros tanta atención y tiempo que no podemos gastarlo en lecturas ociosas y vanas.

En los pasillos de la Casa de la Radio, en RTVE, se lee esta cita de Jacques de Lacretelle:
“La radio marca los minutos de la vida; el diario, las horas; el libro, los días”. La lectura se alza con el cetro cuando se trata de alimentar nuestro espíritu que más que información exige formación. Uno abre los ojos en la calle y sabe lo que pasa: se lo trae el aire y el griterío.

Pero para saber lo que le pasa a él, ha de cerrar los ojos y auscultar su corazón. Es una
dimensión distinta a la que se atiende mejor desde la meditación y la lectura. Hay que animar a la lectura, y eso ha de comenzar en clase; los viejos recitados de poesías que hoy miramos con una sonrisa condescendiente y se tiende a criticar, eran efectivos. Como lo era el dictado hecho por un alumno al resto de la clase, y no por el maestro, cuyo papel era vigilar la corrección lingüística del alumno. Se valoraba en estos ejercicios tanto la corrección gramatical como la prosodia, al tiempo que se iniciaba a las criaturas en el arte retórico, en la oratoria, en perder el miedo a hablar en público. La lectura en clase era interesante; también las redacciones cortas y su posterior lectura y comentario en el aula, sirviendo como recurso o pretexto para el comentario general.

No hay mejores técnicas para promover la lectura: todo lo demás son ganas de perder el
tiempo, ya que es claro que para leer hay que tener voluntad, andar deseoso de hacerlo, y para ello hay que poner ante el alumno el señuelo de la recompensa inmediata: el interés de lo leído.

El verbo latino LEGERE tenía entre otros significados el de ‘escoger’: de legere vienen
lección y elección, como si ya en la raíz del término se viera la conveniencia de saber escoger la lectura. En última instancia legere procede del griego legein = decir. Y ello es así porque el libro nos HABLA. De legein procede el sustantivo logos: la palabra por antonomasia, eso que los libros sagrados dicen que hubo en el principio de todas las cosas. Consecuencia de esto es la LECTURA.

Fedor Dostoyevsky, prisionero en Siberia, cercado por desoladas llanuras de nieve decía en carta a su familia: ‘¡Enviadme qué leer; libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Es importante acertar con las lecturas. En esa línea de pensamiento dice Jorge Luis Borges: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". 

Alude el famoso escritor a que la lectura es fundamento de cualquier educación. Que las
primeras lecturas marcan es algo que todos sabemos. De hecho, somos hijos de nuestras
lecturas. En mi caso comencé muy joven, adolescente todavía a leer a los enciclopedistas franceses del XVIII y ello me ayudó a concebir del hombre una opinión favorable, y de la sociedad, una idea no tan buena. La idea del buen salvaje me fascinaba y me metí en problemas en el colegio interno. Luego fui leyendo otras cosas. Yo me recuerdo a mí mismo leyendo algo o escribiendo algo, con un pupitre imaginario a cuestas. Como Borges, me enorgullezco más de lo que leí que de lo que escribí…, y eso que he escrito, según mis amigos, más que El Tostado.

Pero la pregunta está en pie: ‘¿Qué leeremos…?’ Se lo preguntaba Unamuno, y se respondía: "¡Siempre a los clásicos!’.

No hay lectura nociva: todo aporta siempre algo. Filón de Alejandría, filósofo judío del siglo I decía: “No hay libros buenos ni malos para todo, pero desde luego no hay libro que no sea bueno para algo o para alguien; siempre servirán para resolver algún problema, disipar alguna duda, erradicar algún error..., aunque estos todavía no se hayan presentado”. ¿Y cómo sabremos que lo leído valió la pena? Jean de la Bruyére escribe en sus Caracteres: “Cuando una lectura te eleva el espíritu y te inspire sentimientos nobles no busques ninguna otra regla para juzgar la obra: es buena”.

Leer no es actividad neutra, sino que está tan íntimamente relacionada con el lector que
suscita en él relaciones complejas: unas veces a favor, otras en contra.

Hay siempre algo de relación epistolar entre el lector y el libro. Uno termina por ser cómplice del autor en la aventura que nos propone, complicidad que no se resuelve necesariamente en aceptación, sino que muchas veces el lector se alza en rebeldía. A veces las ideas y pensamientos sugeridos por la lectura nos convierten en autores de una especie de contra-libro, sirviendo el texto que tenemos en las manos de una especie de revulsivo para que descubramos cómo pensamos. ES UNA FASE IMPORTANTISIMA de la lectura activa.

El lector se torna autor a través de su sensibilidad y del tamiz de su crítica conforme se adentra en el mensaje que descifra.

¿Leemos lo que ha escrito el autor del libro? Decididamente NO. El libro es sólo una invitación a pensar, un pretexto o excusa a que campe el lector por sus derechos, una especie de incitación a que no acepte lo que lee, sino que por el contrario forme su propia opinión y la escriba. En esto estriba la importancia de la lectura: en que nos descubre nuestros propios pensamientos y nos pone sobre la pista de lo que nosotros mismos somos capaces de averiguar e indagar intelectualmente.

Conviene asesorarse antes de emprender cualquier lectura. Hay al menos 1000 libros
que un hombre debe haber leído. Pensemos en la Sagrada Biblia, en los poemas épicos de Homero; en Platón. Nos enorgullecemos de haber acertado, de habernos acercado a los libros que cuentan. SON LA AUTORIDAD, la referencia por excelencia, los libros de los grandes maestros. Ante tales hallazgos, ante tales libros sabios digamos ¡Eureka!, por haber sobrevivido a la selva bibliográfica que nos circunda en librerías y bibliotecas. No perdamos el tiempo. Vayamos a las fuentes; vayamos a los clásicos, a los grandes maestros. 

Alejandro Magno sentía admiración por el autor de la Iliada y la Odisea, y era tal su devoción que podía recitar largas tiradas de versos de aquellos poemas épicos. En cierta ocasión, tras serle presentado un rico cofre hallado entre las piezas del rey Darío, preguntó a sus amigos qué harían ellos con una cosa tan hermosa. Unos dijeron que la utilizarían como joyero; otros guardarían allí documentos importantes. Alejandro negaba con la cabeza, y dijo: 'Nada de eso; sólo hay algo merecedor de tan rica arca: La Yliada, de Homero'. Y ordenó que se introdujera en ella aquel texto.

El escultor francés Edmond Bouchardon decía (1757): “Cada vez que leo la Ilíada me parece que tengo veinte pies de altura”.

Tras la lectura de un libro importante uno se siente como a la salida del cine: por unos
momentos se identifica con el protagonista y se mueve y habla como ese héroe del celuloide.

La lectura abre al conocimiento del pasado. Nos proyecta asimismo hacia el futuro. Pone en nuestro ánimo ideas nobles, y nos agiganta. Pero hay un inconveniente: cómo casar los intereses del Pasado con los del Presente: se sigue escribiendo y hay que atender acaso a ese mundo nuevo, a esa generación de libros que llaman a la puerta de nuestro interés. Ante esto José Ortega y Gasset en su prólogo para franceses a La rebelión de las masas había dicho: “La obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar libros superfluos”.

No es justo que se editen tonterías, que se talen árboles para imprimir tanta noticia baladí, tanto relato chirle.

El moralista Joseph Joubert escribe en sus Pensamientos (1838): “El inconveniente de los libros recientes es que nos impiden leer los anteriormente escritos”. Es una verdad dolorosa: el tiempo que nos es dado vivir no basta. Sólo la lectura de los clásicos grecolatinos ya sería imposible. Sumemos a éstos los grandes escritores medievales, cristianos, judíos y musulmanes. Filósofos, historiadores, poetas, moralistas. Pensemos en el Renacimiento y en los siglos áureos. La gran literatura eslava; los Premios Nobel…, esa floración de grandes dramaturgos y poetas. Leer tan sólo una pequeña parte de esa obra ingente requeriría vivir mil años. Por eso, la frase de Joubert es certera.

¿Es válido aquello que predicaba Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu: 
“Los libros antiguos, para los autores; los modernos, para los lectores”.
No del todo. Es cierto que hay que prescindir de muchos libros, pero la lectura supone también un ejercicio erudito de consulta constante. En cuanto a la lectura recreativa hay que decir que el concepto de ‘recreativa’ debe ser tomado con cuidado: TODA LECTURA ES FORMATIVA: las antiguas enseñanzas no han cambiado, porque el hombre es básicamente el mismo.

Miguel de Cervantes pone en boca de Sansón Carrasco en un ridículo razonamiento que
mantiene con Don Quijote este bachiller pedante: “No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”. 

Y es verdad. También lo es que un buen libro puede cambiar la vida de un hombre, el
destino de un alma. Ese es su poder: su lectura es siempre un acontecimiento en la vida del corazón. El nicaragüense Rubén Darío escribe en sus Poemas de juventud:

 El libro es fuerza, es valor,
 es poder, es alimento;
 antorcha del pensamiento
 y manantial del amor. 

Aristóteles se iba a la cama con una bola de bronce; sostenía aquel peso con una mano,
sobre una palangana también de ese metal. Le preguntaron el porqué de aquello y dijo:
“Cuando el sueño me puede, cae la bola sobre el barreño, y el estruendo me vuelve a despertar y puedo seguir leyendo”.

Marcelino Menéndez y Pelayo. Cuando el médico comunicó al gran erudito y sabio
santanderino que le quedaba muy poco tiempo de vida, exclamó: “¡Qué lastima morir, cuando me quedan tantos libros por leer!“. Él, que había dedicado tanto tiempo a la lectura, se dolía de no haberle dedicado más. Y es que una vida entera no da para leer las mil obras básicas que un espíritu cultivado debe haber leído y asimilado.

La lectura, como el cine, pone en nuestro ánimo ideas y sentimientos nobles, si somos
cuidadosos en la elección de aquello que conviene.

El dramaturgo inglés del siglo XVIII Colley Cibber dice en el primer acto de su comedia
‘Love makes the man’: “No hay príncipe que viva como él: se desayuna con Aristóteles, come con Marco Tulio (Cicerón), toma el té con Hélicon, y cena con Séneca”. 

Con la lectura nos hacemos contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de
todos los países del mundo: eso decía el crítico y autor dramático francés Antoine LamotteHoudard en ‘Conseils a un journaliste’ en el primer tercio del siglo XVIII.

Plinio el Viejo , historiador y naturalista latino del siglo I, autor de una Historia Naturalis, no sólo era adicto a la lectura sino que cuando no podía leer él, lo hacía un esclavo y él tomaba notas. En cierta ocasión, mientras esto sucedía, el lector se equivocó y alguien que estaba con ellos le obligó a releer el pasaje. Plinio dijo a quien había llamado la atención al lector: “Amigo, es evidente que has entendido a quien leía, pues le mandas corregir lo dicho; así pues, ¿por qué le obligas a volver sobre algo que todos hemos comprendido?; sólo consigues hacernos perder el tiempo, y aún queda mucha lectura”’.

Francesco Petrarca, cuyo Cancionero es una de las obras que más influyeron en la lírica
renacentista, tenía dos amores: la lectura y Laura. Cuando cayó enfermo le escondieron la llave de la biblioteca para que no pudiera acceder a los libros que le estaban consumiendo, y ante su insistencia lo llevaron a su escritorio. Observaron que apenas leía, que estaba pensativo con la cabeza apoyada en sus manos. Así murió una tarde de julio de 1374, sentado, la cabeza sobre un libro de Virgilio.

Madame Roland de la Platiere, María Juana Philipón Roland subió al cadalso en París el
nueve de noviembre de 1793. Preguntada a qué se debía su extensa erudición y cultura
respondió: “La lectura de los hechos memorables de la Antigüedad fortaleció mi amor a la libertad, que es tanto como decir a la justicia y al bien”.

Pero no todo es digno de nuestro tiempo de lectura. Hay que hacer cierto escrutinio. No
todos los libros son apetecibles.

José Ferrater Mora en su ‘Ventana al mundo, El libro en la encrucijada’, dice: “Unos libros almacenan sabiduría y otros, tonterías: unos rebosan conocimiento, y otros, ignorancia”, frase que hace honor a la verdad de que no todo lo que se imprime es digno de haber sido impreso; en la selva bibliográfica donde el lector se pierde, hay, como en la selva real, muchos peligros. 

Resulta a menudo difícil discernir entre el libro que vale la pena leer, y el libro producto
de un refrito o de un mal plagio, por lo que el lector avisado debe andarse con tiento.
¿Recomendación?: acerquémonos a los autores consagrados por el tiempo, a los
merecedores del título de ‘clásicos’. Leamos a aquellos que el tiempo ha respetado. El lector entiende: puestos en el disparadero de leer a alguno de los escritorzuelos que se asoman a los estantes con sus sandeces, recordemos que existen, todavía vigentes, Fernán Caballero, Concha Espina, Emilia Pardo Bazán, Juan Valera, Benito Pérez Galdós y Miguel de Unamuno; Gabriel Miró y Azorín; Pío Baroja y Ramón J. Sender; Vicente Blasco Ibáñez y Ramón del Valle Inclán. No defraudarán a nadie. Y si queremos acercarnos más a nuestro tiempo: Ahí están Sánchez Ferlosio, Juán Marsé, Miguel Delibes, Camilo José Cela, Francisco Umbral.

Conocí a Erich Fromm en Méjico: se acababa de jubilar como profesor de la UNAM y
daba conferencias en la Sociedad Mejicana de Psicoanalistas en los primeros años 70. Como todos los jóvenes de entonces yo había leído ‘Miedo a la libertad’ (1941), una de las obras importantes de este filósofo y sociólogo alemán, donde se lee: “El derecho a expresar nuestro pensamiento tiene sentido únicamente si somos capaces de tener pensamientos propios”. Fromm era un hombre muy ácido, con dos palabras podía poner al descubierto a cualquier imbécil imbécil, cosa que no se recataba en hacer. Le pregunté sobre la naturaleza de la lectura y me dijo: “Uno puede hacer el ridículo e incluso ser un imbécil motu proprio, sin dejar huella, pero no debe hacerlo de manera vicaria y mucho menos fijarlo por escrito. Hablar por boca de ganso, o ser un idiota a la manera del vecino, son cosas condenables. Hoy se escribe mucho; dentro de poco se escribirá demasiado y será difícil distinguir el grano de la paja. Sólo la originalidad acompañada del talento, nos salva”. 

Cada vez hay más plagios disfrazados de interlinealidad, es decir: la recurrencia a las
comillas para indicar que el texto no es de uno, sino que lo emplea uno para glosa y análisis.

El poeta argentino Juan Gelman leyó en cierta ocasión en la radio uno de sus poemas de amor, y una muchacha que estaba en el estudio se le acercó y le preguntó: “El poema que acaba de leer ¿es de usted...?” Gelman aseguró que era el autor. La muchacha, furiosa, gritó: “¡sinvergüenza y golfo!”, y luego, más serena, se explicó: “No se preocupe, no va con usted sino que lo digo por mi novio, que me ha enviado ese mismo poema diciendo que lo había escrito él”.

Se habla de lectura secuencial; lectura intensiva; lectura puntual. Hay técnicas relacionadas con la velocidad de la lectura: en estas cosas, como en lo relativo al andar a pie, ya está todo previsto desde la Antigüedad. Más que innovar hay que volver atrás.

El uso de técnicas de lectura rápida desarrolladas a principios del XX no sirve en la
escuela. Al actor americano Woody Allen le preguntaron que opinaba de la lectura rápida y dijo: “Hice un curso de lectura rápida: Leí Guerra y Paz de Tolstoi en 20 minutos y sólo puedo asegurar que habla de Rusia”.

La lectura rápida disipa lo que es más importante en la vida: los detalles. En la década de los 60 se descubrió que con un entrenamiento adecuado los ojos aprenden a moverse más rápido, con lo cual aumenta la cantidad de palabras que es posible decodificar por minuto: tampoco son válidas tales artimañas.

La lectura requiere reposo, recrearse el lector en la belleza de la palabra y en la contundencia de la idea o del concepto. Las técnicas modernas tratan de llegar a la lectura mental directa haciendo abstracción de vocalización y audición del proceso lector mediante la visualización global de frases enteras, y yo les aseguro que esta lectura es inadecuada para el estudio y la valoración estética: el lenguaje es una obra de arte que el lector ha de contemplar con cuidado, dedicándole tiempo. 


Pancracio Celdrán Gomáriz (Murcia, 1942)
Profesor, erudito y periodista español especializado en Historia y Literatura antigua y medieval, Antropología cultural y fraseología.
Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid.



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