viernes, 19 de diciembre de 2014

El hombre de la esquina

Por Arturo Pérez-Reverte 
19/12/2014
Llueve un poco y hace frío. La escena tiene lugar en el centro de Madrid, aunque la habrán visto mil veces en otras ciudades. Abrigado con un gorro y una bufanda, un hombre joven reparte folletos publicitarios. Está de pie en la esquina, situado entre un paso de peatones y una boca de metro. Tiene la ropa mojada y se le ve cansado, todavía con un grueso fajo de papeles en la mano, que alarga uno a uno a los transeúntes que pasan cerca. Seguramente lleva ahí un largo rato, y aún debe de quedarle otro rato más, pues cuando te fijas compruebas que, en la mochila que tiene abierta a los pies, hay más folletos como el que reparte.
Lo singular es la actitud de la gente. Los folletos no tienen nada de especial -son reclamos de una tienda de electrónica barata-, pero el personal los rechaza como si transmitieran el virus del ébola. Por cada transeúnte que acepta uno, hay una docena que pasa de largo como si no viera la mano extendida, o que niega con la cabeza, rechazándolo. La mayor parte camina vista al frente, indiferente al folleto, a la mano y al que la extiende; e incluso hay quien hace un rápido quiebro semicircular para eludir al individuo. Pocos son quienes actúan de modo natural: aceptan el folleto, dicen gracias -éstos son todavía menos-, caminan un trecho mirándolo o indiferentes a lo que contiene, y lo guardan o lo depositan en la papelera más próxima. Que es lo normal. Lo esperable en estos casos.
Observando el episodio, me pregunto cuántos de esos transeúntes que en situaciones parecidas rechazan el folleto, o que pasan de largo sin mirar a quien lo ofrece, advierten la esencia del asunto, que nada tiene que ver con el folleto en sí, lo que anuncia o el interés que puedan sentir por ello; cuántos caerán en la cuenta de que están ante un individuo, hombre o mujer, posiblemente en paro y disfrutando -eso, por decirlo de algún modo- de un pequeño empleo precario, ínfimo, mal pagado, que gana con el reparto de folletos un mísero jornal que quizá le permita hoy comer caliente. Que esa mínima incomodidad para quien pasa por su lado, lo inoportuno de la oferta del papelito, supone para quien lo ofrece justificar una dura jornada laboral en plena calle, frío en invierno y calor en verano, mirado con recelo por gente que lo evita, repartiendo una publicidad que, personalmente, le importa un carajo; pues lo que en este momento más desea en el mundo es acabar de repartir el último folleto, decirle a sus empleadores que misión cumplida, cobrar su mezquino salario e irse a su casa. Eso, claro, si no lo espera, al acabar lo que lleva en la mochila, otro buen fajo de papeles para repartir en otro sitio.
Ocurre, concluyo mirando al hombre de la esquina, lo que con esos muchachos que te abordan en nombre de una oenegé o para informarte de tal o cual oferta. Alguna vez me detengo a hablar con ellos, y en buena parte son jóvenes estudiantes o licenciados recientes y en paro, que a menudo no militan como voluntarios, sino que han sido contratados para hacer esas fatigosas gestiones callejeras, y para los que llevar a sus empleadores una lista de contactos supone justificar, también en este caso, el corto salario de un miniempleo miserable. A menudo, la gente pasa junto a esos chicos sin dirigirles siquiera una mirada, sin apenas una sonrisa y un no, gracias. Y son pocos los que se detienen un momento a escuchar. No siempre son oportunos, es cierto. No siempre está uno para charlas callejeras; pero la amabilidad mínima, el rechazo cortés, la sonrisa de disculpa, suavizarían mucho cualquier negativa. Sobre todo si consideramos que, en este país basura donde todo es posible, amigos o familiares, incluso nosotros mismos, podríamos vernos un día en su lugar.
Es, por otra parte, simple cuestión de educación: esa manera de comportarse que hace más soportable nuestra vida y la de los demás. Los que olvidan esto, quienes pasan indiferentes junto al hombre de la esquina, se parecen a quienes a bordo de un avión, mientras el auxiliar de vuelo explica las instrucciones de seguridad, leen el periódico o miran por la ventanilla en plan «eso ya me lo sé», ignorando groseramente a un trabajador que en ese momento, con la mayor eficacia de que es capaz, cumple su obligación profesional; y a quien, seguro, maldita la gracia que le hace componer posturitas y soplar por el canuto del chaleco para facilitar, en caso de accidente, la salvación de media docena de idiotas arrogantes cuyo derecho a salvarse es más que discutible.

Arturo Pérez-Reverte

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