Por Ignacio Camacho
Fuente: ABC
23/12/2014
· Los dos grandes partidos y parte de las élites económicas siguen creyendo que la victoria de Podemos es imposible
En diciembre de 1958 la alta burguesía cubana celebraba la Navidad y el Año Nuevo sin querer darse por enterada de que los rebeldes castristas estaban a las puertas de La Habana. Los barbudos de Sierra Maestra llegaron a la capital en Nochevieja y provocaron una desesperada estampida en smokings y trajes de noche. Durante semanas, el confortable establishment de la isla se negó a aceptar la evidencia de que la revolución podía triunfar y prefirió apurar los estertores de un régimen que se desmoronaba. El final de esta historia es conocido porque está vigente cinco décadas más tarde.
Salvadas todas las distancias, que son tantas como las que van de una dictadura a una democracia y de una guerra civil a una batalla electoral, es inevitable pensar en esa inconsciente atmósfera de fin de régimen al observar el empeño de cierta clase dirigente española por ignorar en su confortable autocomplacencia el peligro de ruptura que la irrupción de Podemos ha supuesto en el sistema político. En las próximas fiestas navideñas Pablo Iglesias puede haber resultado elegido presidente del Gobierno; no es una hipótesis remota, sino un cálculo demoscópico razonable. Y puede ocurrir porque las dos grandes fuerzas del bipartidismo y parte de las élites económicas siguen creyendo que es imposible, pero también porque una significativa porción de ciudadanos que no desean una convulsión social continúan sin atisbar en el nuevo partido el germen de la ruptura. Los únicos que creen en Podemos son los miembros y partidarios de Podemos. Pero lo hacen con esa fe rocosa, blindada, en la que se forjan las victorias.
Los estrategas del PP aún creen que les conviene la división del voto de la izquierda para obtener una mayoría relativa. Los del PSOE ya se conforman con un resultado que les permita pactar de forma más o menos explícita con el partido emergente. Y los votantes tradicionales de ambos todavía no se muestran conscientes del alcance de la amenaza que se cierne sobre el statu quo; su decepción es mucho mayor que sus temores y piensan en el inmediato castigo electoral que satisfaga el agravio. Están dispuestos a autoengañarse creyendo que Podemos es un revulsivo del desgastado sistema constitucional y no la bomba que puede hacerlo saltar en pedazos.
Podemos es el fruto de los errores de esta democracia averiada, pero no viene a repararla sino a liquidarla, a sustituirla por un proyecto populista encubierto bajo el eufemismo de «proceso constituyente». Un régimen a la ecuatoriana suavizado –o no– por la riqueza estructural de la cuarta economía de la UE. Un salto al vacío y tal vez un probable camino sin retorno. Ya no es una fantasía: hay millones de españoles apretando su voto en la mano como una piedra. Sólo el de los demás puede acaso impedir que estas sean las últimas navidades de la Constitución de la estabilidad, el consenso y la convivencia.
Ignacio Camacho (Marchena, Sevilla, 1957)
Periodista, licenciado en Filología Hispánica
por la Universidad de Sevilla
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